rías que ella parecía no escuchar. Ella buscó el asiento más
alejado del pigchofer. Con su bolsa ocupó el asiento de
al lado para estar sola los veinte minutos restantes, tomó
una pluma y su cuaderno. Escribió sólo una línea.
Ella ya no sabía qué era lo que le provocaba más lástima.
Que después de unas cuantas pláticas, cordialmente un
pervertido-seudo-desconocido-novato-escritor de pacotilla vía chat la invitara de la manera más atenta a pasar
una noche con él, en su casa, en su cama, haciendo quién
sabe qué cosas, es decir, que le hubiera olido lo bitch. O
que ella, la lectora estúpida hubiera leído con tanta devoción sus dos insólitos libros publicados con ayuda del
gobierno (por supuesto). Sentía tanta rabia por haber
devorado esas páginas, por enamorarse de ese que ayer
por la noche entre cuentos y poesía la había humillado de
la manera más elegante y cruel que puede existir.
Después de unos minutos cortó la hoja del cuaderno, la
arrugó y la guardó en su puño.
Yo quise hablarle, quizás darle un abrazo, pero no pude,
me congelé, me congelaba, ante mis ojos estaba viendo el
reflejo más claro de mi vida.
Ella ya no tenía amigas, ni amigos, mucho menos ídolos
escritores. Ella ahora sabía algo. Sabía que la hoja barata, entintada y arrugada que llevaba en su puño rebelaba
todo el dolor que guardaba celosamente en su corazón.
Mis ojos exageradamente maquillados y cegatones no
alcanzaron a distinguir muy bien las letras que escribió,
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