a su ya agonizante garganta a invocar las últimas palabras, sangre,
sudor y lágrimas necesarias para imbuir su espada
-legada tras
generaciones-, tomarla entre sus manos y sentir la implacable
voluntad invadir su ser.
Sabía con certeza dónde encontrar de nuevo a la dueña de sus
cuitas (aunque no quiere este narrador traer a colación tan perverso
sitio). Encontróla sentada en una banca, ésta, al mirar volver a su
dominio al hombre sin nombre, entonó de nuevo la melodía que
con tanto éxito habíalo esclavizado, sin embargo, esta vez, todo el
corazón, mente y alma del hombre se encontraban amalgamados a
su severa hoja y mango empuñados en su mano derecha.
El errante se lanzó con un ascendente tajo diagonal de siniestra
a diestra que la creatura casi logró esquivar, no sin ver caer
cercenados sus labios. La bestia lanzó tan estrepitoso aullido de
dolor y rabia que la tierra tembló en su centro a la vez que esta se
incorporaba. Acto seguido, el demonio convirtió sus diáfanas y
tersas manos en punzocortantes garras con las que rasgó el pecho
de nadie. Indómito ante la herida y alaridos rabiosos, con un golpe
de puño izquierdo a lo que quedaba del hocico de la quimérica
bestia, el errante logró derribarla al tiempo que la sangre helada
de esta brotó a borbotones de su monstruoso rostro. Viendo al
demonio caído y cegado por su propia sangre, el hombre sin
nombre cayó de rodillas como lo hiciera cuando por primera vez
encontrara a la bestia y con temple preciso tomó su espada en
ambas manos y en vertical estocada le atravesó el pecho, corazón y
espalda clavándola en la tierra bañada de escarlata. La bestia lanzó
entrecortado su último alarido, que dejaría marca indeleble, tanto
en el pecho como en la memoria del trotamundos.
28
El errante hombre sin nombre vaga ahora sin voz ni oído, ni
sentimiento en su corazón, estos yacen en la espada, único baluarte
de su sentir, y aunque la melodía de la bestia siempre lo acompaña
en su mente, esta es, ahora, una melodía apacible.