y se marchó mientras cenizas corrían ásperas y cortantes por las
venas de esa maltrecha piltrafa sin nombre.
Días y semanas pasaron. Aunque nuestro hombre abandonó
las costas y se adentro a tierra, la presencia de la sirena seguía
inmolando punzante el cuerpo, alma y mente del trotamundos.
Podía ver y escuchar claramente a la sirena llamarlo, invitarlo
a bailar y probar sus mieles, a la vez que análogo, el cuerpo del
hombre decaía, sus rodillas, que poco antes escalaban montañas,
cedían; sus brazos quedaban incapacitados, sus ojos se pudrían
vivos, su mente perdía la luz y su verbo, ¡ese verbo que era
vehículo de los más inspirados versos de la literatura! carraspeaba
y nada más que polvo salía de sus labios.
Poco antes de sucumbir ante sus pesares físicos y de más allá,
éste, que era nadie mas que alguien que, sabía de las artes negras
verbales, logró invocar las palabras para revelar la verdadera
apariencia de la sirena (no he mencionado nada acerca de las
características píscicas de este ente, porque no eran visibles para
nuestro sin nombre), que al ser conjuradas tras el espejo en que
ésta acostumbraba mirarse, evidenciaron su horrorosa faz de pez
diablo, con lo cual el hombre logró ahuyentar a esta criatura…
Tras algunas semanas, el errante sin nombre sintió su ser decaer de
nuevo, esta vez aun en sus sueños se veía hechizado y devorado
por la creatura maldita. Recordó que muchos seres míticos a pesar
de ser enviados al olvido, suelen dejar ensañadas maldiciones a
quienes aun perdiendo de vista mantienen bajo su dominio.
Tomó el ejemplo de un caza vampiros de finales del siglo XVII,
que al igual que él, tras desvanecer a uno de estos demonios, se vio
afligido por una maldición que sólo podía ser cesada destruyendo
por completo los restos físicos del vampiro. No sabía con certeza
con qué clase de maldad lidiaba, pero su instinto guió con premura
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