Leemos el camino segundo A leemos el camino A con introducción | Page 75
Nunca había visto tan próxima a la hija del Indiano y su rostro y su silueta iban
haciéndole olvidar por momentos la comprometida situación. Y también su voz, que
parecía el suave y modulado acento de un jilguero. Su piel era tersa y tostada y sus
ojos oscuros y sombreados por unas pestañas muy negras. Los brazos eran delgados
y elásticos, y éstos y sus piernas, largas y esbeltas, ofrecían la tonalidad dorada de la
pechuga del macho de perdiz. Al desplazarse, la ingravidez de sus movimientos
producía la sensación de que podría volar y perderse en el espacio lo mismo que una
pompa de jabón.
—Está bien —dijo, de pronto—. De modo que los tres sois unos ladronzuelos.
Daniel, el Mochuelo, se confesó que podría pasarse la vida oyéndola a ella decir que
era un ladronzuelo y sin cansarse lo más mínimo. El decir ella "ladronzuelo" era lo
mismo que si le acariciase las mejillas con las dos manos, con sus dos manos
pequeñas, ligeras y vitales.
La Mica se recostó en una tumbona y su figura se estilizó más . Dijo:
-No voy a haceros nada esta vez. Voy a dejaros, pero vais a prometerme que en lo
sucesivo si queréis manzanas me las pediréis a mí y no saltaréis la tapia furtivamente,
como si fuerais ladrones.
Les miró, uno tras otro, y todos asintieron con la cabeza.
—Ahora podéis iros —concluyó.
Los tres amigos salieron, en silencio, por el portón a la carretera. Anduvieron unos
pasos sin cambiar
palabra. Su silencio era pesado y macizo, impuesto por la secreta conciencia de que si
aún andaban sueltos por el mundo se debía, más que a su propia habilidad y maña, al
favor y la compasión del prójimo. Esto, y más en la infancia, siempre resulta un poco
deprimente.
Roque, el Moñigo, miró de refilón al Mochuelo. Caminaba éste con la
abierta y los ojos
ausentes, como en éxtasis. El Moñigo le zarandeó por un brazo y dijo:
boca
—¿Qué te pasa, Mochuelo? Estás como alelado.
Y, sin esperar respuesta, arrojó con fuerza sus dos manzanas contra los bultos informes