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árboles, cubiertos de un vello espeso y rojizo, erizados de músculos y de nervios.
Seguramente Paco, el herrero, levantaría la cómoda de su habitación con uno solo
de sus imponentes brazos y sin resentirse. Y de su tórax, ¿qué? Con frecuencia el
herrero trabajaba en camiseta y su pecho hercúleo subía y bajaba, al respirar, como
si fuera el de un elefante herido. Esto era un hombre. Y no Ramón, el hijo del
boticario, emperejilado 6 y tieso y pálido como una muchacha mórbida 7 y
presumida. Si esto era progreso, él, decididamente, no quería progresar. Por su parte,
se conformaba con tener una pareja de vacas, una pequeña quesería y el
insignificante huerto de la trasera de su casa. No pedía más. Los días laborables
fabricaría quesos, como su padre, y los domingos se entretendría con la escopeta, o
se iría al río a pescar truchas o a echar una partida al corro de bolos.
La idea de la marcha desazonaba 8 a Daniel, el Mochuelo. Por la grieta del suelo se
filtraba la luz de la planta baja y el haz luminoso se posaba en el
techo con una fijeza obsesiva. Habrían de pasar tres meses sin ver aquel hilo
fosforescente y sin oír los movimientos quedos de su madre en las faenas
domésticas; o los gruñidos ásperos y secos de su padre, siempre malhumorado; o
sin respirar aquella atmósfera densa, que se adentraba ahora por la ventana abierta,
hecha de aromas de heno recién segado y de resecas boñigas. Dios mío, qué largos
eran tres meses!
Pudo haberse rebelado contra la idea de la marcha, pero ahora era ya tarde. Su
madre lloriqueaba unas horas antes al hacer, junto a él, el inventario de sus ropas.
—Mira, Danielín, hijo, éstas son las sábanas tuyas. Van marcadas con tus iniciales. Y
éstas tus camisetas. Y éstos tus calzoncillos. Y tus calcetines. Todo va marcado con
tus letras. En el colegio seréis muchos chicos y de otro modo es posible que se
extraviaran.
Daniel, el Mochuelo, notaba en la garganta un volumen inusitado, como si se tratara
de un cuerpo extraño. Su madre se pasó el envés de la mano por la punta de la nariz
remangada y sorbió una moquita. "El momento debe de ser muy especial cuando la
madre hace eso que otras veces me prohíbe hacer a mí", pensó el Mochuelo. Y sintió
unos sinceros y apremiantes 9 deseos de llorar.
La madre prosiguió:
—Cuídate y cuida la ropa, hijo. Bien sabes lo que a tu padre le ha costado todo esto.
Somos pobres. Pero tu padre quiere que seas algo en la vida. No quiere que trabajes
y padezcas como él. Tú —le miró un momento como enajenada— puedes ser algo
Adornado con profusión y esmero
Blanda, delicada, suave.
8
Disgustar, enfadar, desabrir el ánimo
9
Inevitables
6
7