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se le ablandaron los ojos y comenzó a llorar silenciosamente. —Él quería mucho a los pájaros; los pájaros han venido a morir con él —dijo. El llanto se contagió a todos y a la sorpresa inicial sucedió pronto la creencia general en una intervención ultraterrena. Fue Andrés, "el hombre que de perfil no se le ve", quien primero lo insinuó con voz temblorosa. —Esto... es un milagro. Los presentes no deseaban otra cosa sino que alguien expresase en alta voz su pensamiento para estallar. Al oír la sugerencia del zapatero se oyó un grito unánime y desgarrado, mezclado con ayes y sollozos: —¡Un milagro! Varias mujeres, amedrentadas, salieron corriendo en busca de don José. Otras fueron a avisar a sus maridos y familiares para que fueran testigos del prodigio. Se organizó un revuelo caótico e irrefrenable. Daniel, el Mochuelo, tragaba saliva incesantemente en un rincón de la estancia. Aun después de muerto el Tiñoso, los entes perversos que flotaban en el aire seguían enredándole los más inocentes y bien intencionados asuntos. El Mochuelo pensó que tal como se habían puesto las cosas, lo mejor era callar. De otro modo, Tomás, en su excitación, sería muy capaz de matarlo. Entró apresuradamente don José, el cura. —Mire, mire, don José —dijo el zapatero. Don José se acercó con recelo al borde del féretro y vio el tordo junto a la yerta mano del Tiñoso. —¿Es un milagro o no es un milagro? —dijo la Rita, toda exaltada, al ver la cara de estupefacción del sacerdote. Se oyó un prolongado murmullo en torno. Don José movió la cabeza de un lado a otro mientras observaba los rostros que le observaban. Su mirada se detuvo un instante en la carita asustada del Mochuelo. Luego dijo: