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radicalmente".
Una comisión, presidida por la Guindilla mayor, visitó al cura en la sacristía al concluir
la misa.
—Díganos, señor cura, ¿está en nuestras manos cambiar estas costumbres tan
corrompidas? —dijo la Guindilla.
El anciano párroco carraspeó, sorprendido. No esperaba una reacción tan rápida.
Escrutó, uno tras otro, aquellos rostros predilectos del Señor y volvió a carraspear.
Ganaba tiempo.
—Hijas mías —dijo, al fin—, está en vuestras manos, si estáis bien dispuestas.
En el atrio, Antonio, el Buche, abonaba dos pesetas a Andrés, el zapatero, porque don
José había dicho "en realidad" cuarenta y dos veces y él había jugado a nones.
En la sacristía, don José, el cura, agregó:
—Podemos organizar un centro donde la juventud se distraiga sin ofender al Señor.
Con buena voluntad eso no sería difícil. Un gran salón con toda clase de
entretenimientos. A las seis podríamos hacer cine los domingos y días festivos. Claro
que proyectando solamente películas morales 501 , católicas a machamartillo.
La Guindilla mayor hizo palmitas.
—El local podría ser la cuadra de Pancho. No tiene ganado ya y quiere venderla.
Podríamos tomarla en arriendo, don José —dijo con entusiasmo.
Catalina, la Lepórida, intervino:
—El Sindiós no cederá la cuadra, señor cura. Es un tunante sin fe. Antes morirá que
dejarnos la cuadra para un fin tan santo.
Daniel, el Mochuelo, que había ayudado a misa, escuchaba boquiabierto la
conversación de don José con las mujeres. Pensó marcharse, pero la idea de que en el
pueblo iba a montarse un cine lo contuvo.
Don José, el cura, apaciguó a Catalina, la Lepórida:
501
Conforme con las normas que una persona tiene del bien y del ma