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Don Moisés hablaba muy bien. En el pueblo no se ponían de acuerdo sobre quién era el que mejor hablaba de todos, aunque en los candidatos, coincidían: don José, el cura; don Moisés, el maestro, y don Ramón, el alcalde. La melosa 481 voz del Peón a su lado y el lenguaje abstruso 482 que empleaba desconcertaron a la Sara. —¿Le... le pasa a usted hoy algo, don Moisés? —dijo. Él tornó a guiñarle el ojo con un sentido contestó. de entendimiento y complicidad y no Arriba, en el ventanuco del pajar, el Moñigo susurró en la oreja del Mochuelo: —Es un cochino charlatán. Está hablando de lo que no debía. —¡Chist! El Peón se inclinó ahora hacia la Sara y la cogió osadamente 483 una mano. —Lo que más admiro en las mujeres es la sinceridad, Sara; gracias. Tú y yo no necesitamos de recovecos ni de disimulos —dijo. Tan roja se le puso la cara a la Sara que su pelo parecía menos rojo. Se acercaba la Chata, con un cántaro de agua al brazo, y la Sara se deshizo de la mano del Peón. —¡Por Dios, don Moisés! —cuchicheó en un rapto de inconfesada complacencia—. ¡Pueden vernos! Arriba, en el ventanuco del pajar, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, sonreían bobamente, sin mirarse. Cuando la Chata dobló la esquina, el Peón volvió a la carga. —¿Quieres que te ayude a coser esa prenda? —dijo. Ahora le cogía las dos manos. Forcejearon. La Sara, en un movimiento instintivo, ocultó Dulce, apacible De difícil comprensión 483 Atrevimiento, resolución 481 482