Leemos el camino segundo A leemos el camino A con introducción | Page 127
plasmaba en sus rostros una graciosa expresión de estupor. Ninguno se atrevió a reír,
sin embargo. El presentimiento de unos padres y un maestro airados e implacables no
dejaba mucho lugar al alborozo.
De improviso divisaron, cuatro metros por delante, en medio del senderillo que
flanqueaba la vía, un pingajo informe y negruzco. Lo recogió Roque, el Moñigo, y los
tres lo examinaron con detenimiento. Sólo Daniel, el Mochuelo, osó, al fin, hablar:
—Es un trozo de mis pantalones —balbuceó con un hilo de voz.
El resto de la ropa fue apareciendo, disgregada en minúsculos fragmentos, a lo largo
del sendero. La onda de la velocidad había arrebatado las prendas, que el tren deshizo
entre sus hierros como una fiera enfurecida.
De no ser por este inesperado contratiempo nadie se hubiera enterado de la aventura.
Pero esos entes siniestros que constantemente flotan en el aire, les enredaron el
asunto una vez más. Claro que, ni aun sopesando la diablura en toda su dimensión, se
justificaba el castigo que les impuso don Moisés, el maestro. El Peón siempre se
excedía, indefectiblemente. Además, el castigar a los alumnos parecía procurarle un
indefinible goce o, por lo menos, la comisura derecha de su boca se distendía, en esos
casos, hasta casi morder la negra patilla de bandolero.
¿Que habían escandalizado entrando en el pueblo sin calzones? ¡Claro! Pero ¿qué otra
cosa cabía hacer en un caso semejante? ¿Debe extremarse el pudor hasta el punto de
no regresar al pueblo por el hecho de haber perdido los calzones? Resultaba tremendo
para Daniel, el Mochuelo; Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, tener que decidir