Leemos el camino segundo A leemos el camino A con introducción | Page 123
Sin acuerdo previo, los tres amigos echaron a correr. Pero la Guindilla fue más rápida
que ellos y su rostro descompuesto asomó a la puerta antes de que los tres rapaces
se perdieran varga abajo. La Guindilla blandía el puño en el aire y lloraba de rabia e
impotencia:
—¡Golfos! ¡Sinvergüenzas! ¡Vosotros teníais que ser!
¡Me habéis abrasado el gato! ¡Pero ya os daré yo!
¡Os vais a acordar de esto!
Y, efectivamente, se acordaron, ya que fue más leonino lo que don Moisés, el Peón,
hizo con ellos que lo que ellos habían hecho con el gato. Así y todo, en ellos se detuvo
la cadena de escarmientos. Y Daniel, el Mochuelo, se preguntaba: "¿Por qué si
quemamos un poco a un gato nos dan a nosotros una docena de regletazos en cada
mano, y nos tienen todo un día sosteniendo con el brazo levantado el grueso tomo de
la Historia Sagrada, con más de cien grabados a todo color, y al que a nosotros nos
somete a esta caprichosa tortura no hay nadie que le imponga una sanción,
consecuentemente más dura, y así, de sanción en sanción, no nos plantamos en la pena
de muerte?". Pero, no. Aunque el razonamiento no era desatinado, el castigo se
acababa en ellos. Éste era el orden pedagógico establecido y había que acatarlo con
sumisión. Era la caprichosa, ilógica y desigual justicia de los hombres.
Daniel, el Mochuelo, pensaba, mientras pasaban lentos los minutos y le dolían las
rodillas y le temblaba y sentía punzadas nerviosas en el brazo levantado con la Historia
Sagrada en la punta, que el único negocio en la vida era dejar cuanto antes de ser niño
y transformarse en un hombre. Entonces se podía quemar tranquilamente a un gato
con una lupa sin que se conmovieran los cimientos sociales del pueblo y sin que don
Moisés, el maestro, abusara impunemente de sus atribuciones.