LAS PREGUNTAS DE LA VIDA 4.1.1.2 LAS PREGUNTAS DE LA VIDA. Fernando Savate | Page 36
Las preguntas de la vida
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figuras personales, mientras que las ideas filosóficas son impersonales (el agua, el fuego, el ápeiron, los
átomos...), aunque están ligadas a la personalidad de quienes las sostuvieron (Diógenes Laercio escribió su
Vida de los filósofos más ilustres mientras que nadie sabe nada de quienes inventaron los mitos). De aquí
proviene, en tercer lugar, la mayor objetividad o realismo de la filosofía, si por tal entendemos aceptar que el
mundo no está hecho por seres que al menos se nos parecen espiritualmente en sus pasiones, luchas y
ocupaciones (aunque sean inmortales y de escala sobrehumana) sino por principios ajenos a lo subjetivo y
que tienen poco que ver con nuestros afanes característicos. En cuarto lugar, las propuestas filosóficas
siempre hacen una distinción fundamental entre las apariencias brindadas por los sentidos y la realidad que
sustenta esas apariencias, la cual sólo puede ser descubierta utilizando la razón o «escuchando a logos», como
dijo el presocrático Heráclito.
Pero sobre todo y por último, los mitos tienen que ser aceptados o rechazados colectivamente pero no
admiten ser argumentados o debatidos por quienes los asumen. A un mito no se le pueden poner objeciones,
hay que concederle crédito sin límites. Por eso, fuera de la comunidad cultural en que nacen resultan
arbitrarios o absurdos. El griego que habla de la diosa Gaia y el babilonio que cuenta la historia de Tiamat
tienen poco que discutir entre sí. Lo más que puede pedírseles es que concedan que el mundo griego viene de
Gaia mientras que el mundo babilonio de Tiamat y aquí paz y después gloria. En cambio las ideas filosóficas
nacen por y para la controversia. La mayoría de los griegos aceptaba la idea de un universo finito, pero
Arquitas de Tarento, contemporáneo de Platón, planteó la siguiente duda: «Si yo me encontrase en el límite
extremo del cielo, ¿podría extender hacia afuera la mano o un bastón? Ciertamente sería absurdo que no
pudiese hacerlo; pero si lo logro, eso debe implicar que hay algo fuera, sea un cuerpo o un lugar». De modo
que lo finito debe ser menos finito de lo que parece... ¿o no? Sería ridículo ponerle una pega semejante a un
mito (lo mismo que no parece oportuno reprocharle a Cervantes los disparates cometidos por don Quijote)
pero en cambio es perfectamente razonable la objeción cuando se trata de una idea filosófica o científica, que
están ahí para ser discutidas, no para ser reverenciadas o disfrutadas sin más.
Y da igual que los implicados pertenezcan a comunidades culturales distintas, porque «razonar
filosóficamente» consiste en intentar tender puentes dialécticos entre los que piensan otra cosa o de otro
modo... pero piensan. Cuenta Bertrand Russell el caso de un gurú indio que dio una charla en Oxford sobre el
universo. Aseguraba que el mundo está sostenido por un gran elefante que apoya sus patas sobre el lomo de
una enorme tortuga. Una señora de la audiencia le preguntó cómo se sostenía la tortuga y el sabio aclaró que
se apoya sobre una ciclópea araña. Insistió la señora indagando el sostén de la araña y el gurú -algo
mosqueado- afirmó que se mantiene firme sobre una roca colosal. Naturalmente la señora volvió a cuestionar
el sostén del pedrusco y el exasperado sabio repuso a gritos: «¡Señora, le aseguro que hay rocas hasta
abajo!». El problema no era que el gurú fuese indio y la señora preguntona inglesa, sino que uno hablaba el
lenguaje del mito (en el cual se «narran» las cosas pero no se «piensan» argumentadamente) y la otra tenía
auténtica e impertinente curiosidad filosófica, de modo que ambos debieron salir muy irritados de la reu-
nión...
Los filósofos y los científicos se han planteado a lo largo de los siglos tantas preguntas sobre el
universo (es decir, sobre el conjunto de la realidad, desde la que nos es más próxima y conocida hasta la más
lejana e ignota) como la enormidad del tema se merece. Algunas cuestiones concretas, por ejemplo la
composición química del agua o la órbita de la Tierra en torno al sol, han recibido respuestas suficientemente
válidas pero otras más generales siguen abiertas pese a lo que suelen creer algunos científicos tan despistados
como optimistas. Me refiero a las preguntas cosmológicas, aquellas que intentan desentrañar el qué, cómo y
para qué del universo en su conjunto. A riesgo de simplificar, creo que son principalmente tres, aunque cada
una de ellas puede subdividirse en muchas otras:
a) ¿Qué es el universo?
b) ¿Tiene el universo algún orden o designio?
c) ¿Cuál es el origen del universo?
Ni que decir tiene que carezco de respuesta definitiva (¡o incluso provisional!) para ninguna de ellas,
pero en cambio me atreveré a intentar un análisis de las preguntas mismas.
¿Qué es el universo? La tarea de responder a esta pregunta debería comenzar por aclarar qué
entendemos por «universo». Digamos que hay dos sentidos del término, el uno heavy y el otro más bien light.
Según el primero de ellos, el universo es una totalidad nítidamente perfilada y distinta al agregado de sus
diferentes partes, acerca de la cual cabe plantearse interrogantes específicos. Según el segundo, no es más que
el nombre que damos al conjunto o colección indeterminada de todo lo existente, una especie de abreviatura
semántica para la acumulación innumerable e interminable de cosas grandes y pequeñas, sin ninguna entidad
especial sobre la que podamos teorizar aisladamente. El primer concepto de universo es el que parece contar