La nostalgia del lobo
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—A ver señores, no conozco a nadie en esta zona, no he quedado con
nadie. No sé qué les puedo decir para que me crean y lo de hablar bien, he
estudiado español en la universidad —contesté, desconcertada.
—Claro, necesitas saber español para los contactos.
Ahí ya no tenía argumentos, no sabía qué decir ni qué podía hacer. Me paré
y me crucé de brazos preguntándome a mí misma si aquel par de neófitos
con sus aparatosos tricornios más negros que grajos me detendrían. ¿Qué me
podían hacer? ¿Qué podría hacer yo allí, en un cruce, entre dos luces y en
medio de la nada? Qué razón tenían Clemente y mi padre cuando trataban
de quitarme de la cabeza que no me fuera con el coche sola por España. No
sabía si llorar, gritar o salir corriendo. Opté por cruzarme de brazos, callar y
esperar, mientras ellos se sonreían y me miraban con insistencia.
—Sabes, las pelirrojas gustan mucho por aquí, ¿lo sabías? Y las hippies
también. Eres muy hippie, seguro que te pones ciega a porros —dijo el que
se mantenía callado y que era algo más mayor que el otro.
Mi cabreo era sublime. Rebuscaron y rebuscaron hasta el último rincón.
¿Y si ellos me metían la droga para detenerme? ¡Dios! Me repuse como pude.
—A ver, señores, yo no consumo drogas de ningún tipo ni fumo. ¿No sé qué
quieren? Pueden seguirme hasta dónde ustedes deseen y comprobarán que no
consumo drogas, no conozco a nadie ni he quedado con nadie. Les ruego me
permitan continuar —dije, mordiéndome la rabia por tanto oprobio.
Ellos se quedaron mirándome, esbozaron una sardónica sonrisa, me devolvieron
la documentación y se dieron media vuelta sin dejar de sonreírse
el uno al otro con malicia burlona. Metí todo en la mochila a zurrún burrún
y, sin contener el llanto, la impotencia ni el miedo, salí de allí tan deprisa
como me era posible pensando en si aquella horrible situación la iba a vivir
cada vez que me cruzara con la policía o la benemérita.
Sin tener muy clara la meta de mi viaje, me parecía interesante ir hasta
Mérida. Había leído que se hacía un festival de teatro clásico y como no
conocía Extremadura, tal vez me aventurara a ir hasta allí. Ese podía ser un
objetivo en mi viaje, aunque no quería hacer planes. Seguí mi camino por esa
España de misterio y de dolor. Después de pararme a dormir en un ventorro
de carretera, para mal dormir y darme una ducha de agua helada, sin más,
emprendí de nuevo el viaje. Fui siguiendo las desoladas carreteras sin saber
hasta dónde podría llegar, cuántos kilómetros había ni por dónde pasar. Los
controles de la guardia civil eran continuos. Me asustaba su sola presencia.
En un cruce vi a un hombre amarrado de las manos con cuerdas. La guardia
civil lo subía, a puro culatazo, en un furgón verde cuán jaula para leones. Si