LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 82

Markus Zusak La ladrona de libros El día de su cumpleaños no recibió ningún regalo. No hubo regalo porque no había dinero y, en esa época, a su padre se le había acabado el tabaco. —Te lo dije. —Su madre lo apuntó con un dedo acusador—. Te dije que no le dieras los dos libros en Navidad, pero, no, claro, ¿me hiciste caso? ¡No, señor! —¡Ya lo sé! —Se volvió, tranquilo, hacia la niña—. Lo siento, Liesel, no nos lo podemos permitir. A Liesel no le importó. No lloriqueó, ni gimoteó, ni pataleó. Se limitó a tragarse la desilusión y decidió correr un riesgo calculado: hacerse un regalo ella misma. Reuniría las cartas a su madre que había acumulado, las metería todas en un sobre y utilizaría una diminuta fracción del dinero de la colada y la plancha para enviarlas. Luego, por descontado, se llevaría un Watschen, seguramente en la cocina, y no diría ni mu. Tres días después, el plan se concretó. —Falta algo. —Su madre contaba el dinero por cuarta vez con Liesel delante, junto a los fogones. El calor que desprendían la confortaba y le daba un hervor a la rápida circulación de su sangre—. ¿Qué ha pasado, Liesel? —Deben de haberme dado de menos —mintió. —¿No lo contaste? —Me lo he gastado, mamá —confesó. Rosa se acercó. Eso no era buena señal. Estaba demasiado cerca de las cucharas de madera. —¿Que tú, qué? Sin darle tiempo a responder, la cuchara de madera cayó sobre el cuerpo de Liesel Meminger como si Dios la pisoteara. Las marcas rojas parecían puntapiés, y escocían. Cuando todo terminó, la niña levantó la vista y se explicó desde el suelo. Percibió un latido y la luz amarillenta, todo a la vez. Parpadeó. —Envié las cartas por correo. En ese momento se dio cuenta de lo sucio que estaba el suelo, de que sentía la ropa cerca en vez de puesta y comprendió que todo había sido en vano, que su madre nunca respondería y que jamás volvería a verla. La certeza le propinó un segundo Watschen. Le escoció durante varios minutos. En lo alto, Rosa parecía borrosa, pero a medida que su cara de cartón se acercaba no tardó en volverse nítida. Abatida, se alzaba sobre ella con toda su corpulencia, sujetando la cuchara de madera como si fuera un garrote. Se agachó, y su rostro perdió unas gotas. —Lo siento, Liesel. Liesel la conocía lo suficiente para saber que no se refería a la paliza. 82