LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 76
Markus Zusak
La ladrona de libros
La trotacalles
El desmoronamiento comenzó por la colada y acabó extendiéndose a toda
prisa.
Liesel acompañaba a Rosa Hubermann a hacer las entregas cuando uno de
los clientes, Ernst Vogel, les informó de que ya no podía permitirse que le
lavaran y le plancharan la ropa.
—Son estos tiempos que corren, ¿qué le voy a contar que no sepa? —se
disculpó—. Se están poniendo difíciles y la guerra nos hace pasar apuros. —
Miró a la niña—. Estoy seguro de que recibe una compensación por cuidar de la
pequeña, ¿verdad?
Para consternación de Liesel, su madre se quedó sin palabras.
Tenía una bolsa vacía al lado.
Vamos, Liesel.
No lo dijo, la sacó a rastras, de la mano, sin miramientos.
Vogel la llamó desde lo alto de los escalones. Medía cerca de un metro
setenta y cinco y los grasientos mechones de pelo le caían, apáticos, sobre la
frente.
—¡Lo siento, frau Hubermann!
Liesel lo saludó con la mano.
Él respondió al saludo.
Su madre la reprobó.
—No saludes a ese Arschloch —la riñó—, y aligera.
Esa noche, cuando Liesel se estaba bañando, su madre la frotó con especial
brusquedad, sin dejar de murmurar sobre ese Saukerl de Vogel mientras lo
imitaba cada dos minutos.
—«Debe de recibir una compensación por la niña...» —Castigaba el torso
desnudo de Liesel mientras lo frotaba—. No vales tanto, Saumensch, no me estás
haciendo rica, que lo sepas.
Liesel no se movió y aguantó el rapapolvo.
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