LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 72
Markus Zusak
La ladrona de libros
No había pasado ni un minuto desde que habían apagado la luz cuando
Liesel empezó a hablar a oscuras.
—¿Papá?
Él respondió con un sonido gutural.
—¿Estás despierto, papá?
—Ja.
Se apoyó sobre un codo.
—¿Podemos terminar el libro, por favor?
Se oyó un largo suspiro, una mano rascando la barba y, a continuación, se
encendió la luz. Hans abrió el libro y empezó a leer:
—«Capítulo doce: Respetar el camposanto».
Leyeron hasta la madrugada; marcaban con un círculo y escribían las
palabras que Liesel no comprendía e iban pasando las páginas hacia el
amanecer. En varias ocasiones Hans estuvo a punto de dormirse, sucumbiendo
a la hormigueante fatiga de sus ojos y al cansancio mental. Liesel siempre lo
sorprendía, pero no era tan generosa como para permitir que se durmiera ni tan
susceptible como para sentirse ofendida. Era una niña con una montaña por
escalar.
Finalmente, cuando la oscuridad del exterior empezaba a aclararse,
acabaron. El último párrafo decía más o menos lo siguiente:
La Asociación de Cementerios de Baviera espera haberlos entretenido e
instruido sobre el funcionamiento, las medidas de seguridad y los deberes del
sepulturero. Les deseamos una fructífera carrera en las artes funerarias y
esperamos que este libro haya podido serles de ayuda.
Cuando cerraron el libro, intercambiaron una mirada furtiva.
—Lo hemos conseguido, ¿eh? —dijo Hans.
Liesel, medio envuelta en la manta, estudió el libro negro que tenía en la
mano y las letras plateadas de la portada. Asintió, con la boca seca y apetito
madrugador. Fue uno de esos momentos de cansancio perfecto, después de
haber superado no sólo el trabajo que tenían entre manos, sino la noche que les
había vallado el camino.
Hans estiró los brazos con los puños cerrados y los párpados pesados por el
sueño. Esa mañana el cielo no se atrevió ni a lloviznar. Se levantaron y fueron a
la cocina. A través de la neblina y la escarcha de la ventana, observaron las
vetas de luz rosada sobre los montículos de nieve que se acumulaban en los
tejados de Himmelstrasse.
—Mira qué colores —comentó el padre.
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