LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 66
Markus Zusak
La ladrona de libros
Pero estuvo a punto.
De hecho, lo único que probablemente la detuvo fue el espasmódico,
patético y sonriente rostro de Tommy Müller. Todavía rebosante de adrenalina,
Liesel lo atisbó sonriendo de manera tan absurda que lo tiró al suelo y también
empezó a golpearlo.
—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó el niño, y sólo entonces, después del tercer
o cuarto bofetón y un hilillo de sangre que le salía de la nariz, Liesel se detuvo.
De rodillas, tomó aire y escuchó los lamentos que llegaban desde debajo de
ella. Miró la amalgama de rostros, a izquierda y derecha.
No soy estúpida —sentenció.
Nadie se lo discutió.
La pelea no se retomó hasta que todo el mundo volvió dentro y la hermana
Maria vio en qué estado había quedado Ludwig Schmeikl. Rudy y otros cuantos
fueron los primeros sobre los que recayeron las sospechas. Siempre estaban
metiéndose los unos con los otros. «A ver esas manos», les ordenaron, pero
todos las tenían limpias.
—Esto es increíble —masculló la hermana—, ¿dónde se ha visto?
Cuando Liesel dio un paso al frente y le enseñó las manos, allí estaba
Ludwig Schmeikl, ansiando que llegara ese momento.
—Al pasillo —le ordenó por segunda vez ese mismo día. De hecho, por
segunda vez esa misma hora.
En esta ocasión, no le dio un pequeño Watschen. Ni siquiera uno de los
medianos. En esta ocasión fue la madre de todos los Watschen, un azote tras
otro, una vara que iba y venía, así que Liesel apenas pudo sentarse durante una
semana. Y ya no se oyeron risas en clase, sino el mudo miedo de los que
escuchan atentos.
Al final de ese día de colegio, Liesel volvió a casa acompañada de Rudy y
los demás hijos de los Steiner. Al acercarse a Himmelstrasse, el cúmulo de
desgracias se apoderó de ella: la lectura fallida del Manual del sepulturero, el
desmembramiento de su familia, las pesadillas, las humillaciones de ese día...
Se sentó en el bordillo y se echó a llorar. Todo se juntaba.
Rudy se detuvo y se quedó a su lado.
Empezó a llover con fuerza.
Kurt Steiner los llamó, pero ninguno de los dos se movió. Ella se quedó
sentada, abrumada por el dolor, bajo los chuzos de punta que caían, y él, a su
lado, esperando.
—¿Por qué tuvo que morirse? —preguntó, pero Rudy siguió sin hacer ni
decir nada.
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