LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 421
Markus Zusak
La ladrona de libros
Todas desaparecieron en cuestión de minutos.
Arrancaron una iglesia de raíz.
La tierra que había pisado Max Vandenburg quedó destruida.
Me dio la impresión de que frau Holtzapfel estaba esperándome en la
cocina del número treinta y uno de Himmelstrasse. Tenía delante una taza
resquebrajada, y en un último momento de lucidez su rostro pareció preguntar
por qué narices me había retrasado tanto.
Por el contrario, frau Diller estaba profundamente dormida. Las gafas a
prueba de balas estaban hechas añicos junto a la cama. La tienda había quedado
destruida, el mostrador había aterrizado en medio de la calle y la foto
enmarcada de Hitler había saltado de la pared y acabó en el suelo. El hombre
había quedado hecho un amasijo de esquirlas de cristal después de la paliza. Lo
pisé al salir.
Los Fiedler estaban bien organizados, todos en la cama, bien tapados. De
Pfiffikus sólo asomaba la nariz.
Acaricié el precioso cabello cepillado de Barbara en casa de los Steiner, me
fijé en la expresión del serio rostro durmiente de Kurt y, una a una, deseé
buenas noches a las pequeñas con un beso.
Luego vino Rudy.
Por los clavos de Cristo, Rudy...
Estaba en la cama con una de sus hermanas, quien debía de haberle dado
una patada o un buen empujón para conseguir casi todo el espacio disponible
porque el pobre estaba en el borde, rodeándola con un brazo. El niño dormía.
Su cabello iluminado por las velas incendiaba la cama y los recogí a ambos, a
Bettina y a él, con sus almas todavía en la manta. Al menos fue una muerte
rápida y aún no estaban fríos. El chico del avión, pensé. El del oso de peluche.
¿Dónde estaba el último consuelo de Rudy? ¿Dónde estaba esa persona que
consolarle de que le robaran la vida? ¿Quién estaba allí para tranquilizarlo
cuando le arrancaron la alfombra de la vida bajo los pies dormidos?
Nadie.
Allí sólo estaba yo.
Y lo de consolar a la gente no es que se me dé muy bien que digamos, sobre
todo con las manos frías y estando la cama tan caliente. Cargué con él, con
suavidad, por la calle destrozada, con sabor a sal en un ojo y el sepulcral
corazón en un puño. Con él me esmeré un poco más. Miré un momento lo que
contenía su alma y vi un niño tiznado de negro gritando el nombre de Tesse
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