LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 409
Markus Zusak
La ladrona de libros
Confesiones
En cuanto los judíos desaparecieron, Rudy y Liesel se separaron. La
ladrona de libros no abrió la boca. Las preguntas de Rudy quedaron sin
respuesta.
Liesel no se fue a casa. Abatida, se dirigió a la estación de tren a esperar a
su padre, que no llegaría hasta al cabo de unas horas. Rudy la acompañó los
primeros veinte minutos, pero como todavía faltaba más de medio día para que
Hans volviera a casa, fue en busca de Rosa. Le explicó lo que había ocurrido por
el camino. Rosa ya había encajado todas las piezas del rompecabezas cuando
llegó a la estación, por lo que no le preguntó nada, se limitó a quedarse a su
lado hasta que al final logró convencerla para que se sentara. Lo esperaron
juntas.
Hans dejó caer la bolsa y dio patadas al aire de la Bahnhof cuando se lo
explicaron.
Esa noche no cenaron. Los dedos de Hans profanaron el acordeón: por
mucho que lo intentara, asesinaba una canción tras otra. Ya nada salía bien.
La ladrona de libros guardó cama tres días seguidos.
Mañana y tarde, Rudy Steiner llamaba a la puerta y preguntaba si seguía
enferma. Liesel no estaba enferma.
Al cuarto día, Liesel se acercó a la puerta de su vecino de enfrente y le
preguntó si le apetecía acompañarla a la arboleda, donde habían repartido el
pan el año anterior.
—Te lo tendría que haber contado antes —admitió.
Avanzaron un buen trecho por la carretera que conducía a Dachau. Se
adentraron entre los árboles. Las largas figuras de luces y sombras estaban
salpicadas de piñas, que parecían galletas esparcidas.
Gracias, Rudy.
Por todo. Por ayudarme, por detenerme...
No lo dijo.
409