LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 407

Markus Zusak La ladrona de libros Ese eras tú, el chico de los puños de acero, y dijiste que la muerte sentiría tu puño en su cara cuando viniera a por ti. ¿Recuerdas el muñeco de nieve, Max? ¿Lo recuerdas? ¿En el sótano? ¿Recuerdas la nube blanca de corazón gris? El Führer todavía baja algunas veces preguntando por ti. Te echa de menos. Todos te echamos de menos. El látigo. El látigo. El látigo era una continuación de la mano del soldado. Se abatió sobre la cara de Max. Le azotó la barbilla y le abrió un surco en el cuello. Max se desplomó y el soldado se volvió hacia la niña. Con la boca abierta. Tenía unos dientes inmaculados. Una imagen repentina resplandeció ante los ojos de Liesel. Recordó el día en que deseó que la abofeteara Ilsa Hermann o, al menos, la infalible Rosa, pero ninguna de las dos lo hizo. Esta vez no la decepcionaron. El látigo le hizo un corte en la clavícula y le alcanzó el omoplato. —¡Liesel! Reconoció la voz. Cuando el soldado echó el brazo hacia atrás, Liesel vislumbró entre la gente a un Rudy Steiner aterrado. La estaba llamando. Distinguió el rostro atormentado y el cabello rubio. —¡Liesel, sal de ahí! La ladrona de libros no se movió. Liesel cerró los ojos y en su cuerpo se abrió una nueva y abrasadora veta, y otra más, hasta que cayó contra el cálido suelo, que le calentó la mejilla. Llegaron más palabras, esta vez del soldado. —Steh'auf. —La lacónica frase iba dirigida al judío, no a la joven, aunque no tardó en desarrollarla—. Levántate, asqueroso imbécil, puerco judío, levántate, levántate... Max se puso en pie como pudo. Una flexión más, Max. Una flexión más en el frío suelo del sótano. Movió los pies. Los arrastró y continuó su camino. Le temblaban las piernas y se pasaba las manos por las marcas de los latigazos, para calmar el escozor. Cuando intentó volver a buscar a Liesel, las 407