LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 398
Markus Zusak
La ladrona de libros
El nonagésimo octavo día
Todo fue bien durante los primeros noventa y siete días tras el regreso de
Hans Hubermann, en abril de 1943. Solía quedarse pensativo imaginando a su
hijo en el frente de Stalingrado, con la esperanza de que por las venas del joven
corriera algo de su suerte.
A la tercera noche de su regreso, tocó el acordeón en la cocina. Una
promesa era una promesa. Hubo música, sopa, chistes y la risa de una niña de
catorce años.
—Saumensch, deja de armar tanto escándalo con esas risas —le advirtió su
madre—. Sus chistes no tienen tanta gracia. Además, son verdes...
Hans se reincorporó al trabajo al cabo de una semana, en una de las oficinas
del ejército, en la ciudad. Le contó a su familia que tenían una buena provisión
de cigarrillos y comida, y de vez en cuando llevaba galletas o un poco de
mermelada a casa. Era como en los viejos tiempos. Un bombardeo aéreo de
poca importancia en mayo. Un «Heil Hitler!» por aquí o por allá. Todo iba bien.
Hasta el nonagésimo octavo día.
PEQUEÑO COMENTARIO
DE UNA ANCIANA
En Münchenstrasse, dijo: «Jesús, María y José, ojalá no los
hicieran pasar por aquí. Esos condenados judíos traen mala
suerte. Son una mala señal. Es verlos y saber que sólo nos
traerán desgracias».
Era la misma anciana que anunció a los judíos la primera vez que Liesel los
vio. A la altura de la calle, su rostro era una pasa, sus ojos tenían el color azul
oscuro de una vena y su predicción resultó bastante acertada.
En pleno verano, Molching recibió una señal de lo que el destino le
deparaba. Se anunció como solía hacerlo: primero los movimientos de cabeza
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