LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 369
Markus Zusak
La ladrona de libros
Menschliche Fremde. La última extranjera, susurró el libro al sacarlo del estante,
arrastrando consigo una fina lluvia de polvo.
Ya en la ventana, a punto de salir, oyó el chirrido de la puerta de la
biblioteca.
Tenía una rodilla encima y la mano criminal en el marco de la ventana. Al
volverse hacia el ruido, se encontró con la mujer del alcalde con un albornoz
nuevo y en pantuflas. Llevaba una esvástica bordada en el bolsillo del pecho. La
propaganda llegaba incluso hasta el baño.
Se miraron.
Liesel miró el bolsillo del pecho de Ilsa Hermann y levantó un brazo. —Heil
Hitler!
Estaba a punto de salir cuando de repente se dio cuenta.
Los dulces.
Llevaban semanas ahí.
Eso significaba que el alcalde tenía que haberlos visto por fuerza si
utilizaba la biblioteca y que debía de haber preguntado qué hacían allí. O, y
nada más pensarlo se sintió invadida por un extraño optimismo, tal vez la
biblioteca no fuera del alcalde, sino de su mujer, de Ilsa Hermann.
Liesel no sabía por qué era tan importante, pero le gustó la idea de que la
habitación llena de libros perteneciera a la mujer. Había sido ella quien se la
había presentado y, casi literalmente, le había abierto las puertas —aunque en
este caso se tratara de una ventana— a un nuevo mundo. Así estaba mejor.
Todo parecía encajar.
Estaba a punto de ponerse en marcha cuando preguntó:
—Esta habitación es suya, ¿verdad?
La mujer del alcalde se puso tensa.
—Solía leer aquí con mi hijo, pero entonces...
Liesel sintió el aire a su espalda. Vio una madre leyendo en el suelo con un
niño que señalaba los dibujos y las palabras. Luego vio una guerra por la
ventana.
—Ya lo sé.
—¡¿Qué has dicho?! —exclamó alguien desde fuera.
—Cierra la boca, Saukerl, y vigila la calle —le espetó Liesel, en voz baja—.
Así que todos estos libros... —le ofreció las palabras, suavemente.
—Casi todos son míos. Algunos son de mi marido, otros eran de mi hijo,
como ya sabes.
Liesel se sintió muy incómoda en ese momento. Las mejillas le ardían.
—Siempre pensé que era del alcalde.
—¿Por qué?
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