LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 36

Markus Zusak La ladrona de libros brazos cruzados. Es tan tacaña que ni siquiera enciende la lumbre, por eso ahí dentro siempre hace un frío de muerte. Está como una chota. —Hizo hincapié en las últimas palabras—. No tiene remedio, como una chota. —Al llegar junto a la puerta, le hizo un gesto a la niña—. Entra tú. Liesel se quedó helada. Una gigantesca puerta marrón con una aldaba de latón se alzaba al final de un pequeño tramo de escalones. —¿Qué? Rosa le dio un empujón. —No me vengas con «qués», Saumensch. Andando. Liesel caminó. Cruzó la verja, subió los escalones, vaciló y llamó a la puerta. Un albornoz salió a recibirla. Debajo había una mujer de mirada desconcertada, cabello suave y sedoso y expresión derrotada. Vio a Rosa junto a la cancela y le tendió a la niña una bolsa con la colada. —Gracias —dijo Liesel, pero no obtuvo respuesta. La puerta se cerró. —¿Lo ves?, esto es lo que tengo que aguantar todos los días —se quejó Rosa cuando Liesel regresó junto a la verja—. Esos ricos desgraciados, menuda panda de cerdos holgazanes... Cuando ya se iban, Liesel volvió la vista atrás, con la colada en las manos. La aldaba de latón la vigilaba desde la puerta. Después de criticar a la gente para la que trabajaba, Rosa Hubermann solía proseguir con su otro tema de vilipendio favorito: su marido. Mientras miraba la bolsa de la colada y las casas inclinadas, no paraba de hablar y hablar. —Si tu padre sirviera para algo —le contaba a Liesel cada vez que atravesaban Molching—, no tendría que hacer esto. —Soltaba un bufido desdeñoso—. ¡Pintor! ¿Por qué me casaría con ese Arschloch? Si ya me lo dijeron... Es decir, ya me lo dijo mi familia. —Sus pisadas crujían por el camino—. Y aquí me tienes, pateando estas calles y esclavizada en la cocina porque ese Saukerl nunca tiene trabajo. Por lo menos un trabajo de verdad, no ese patético acordeón que va a tocar a esos antros noche tras noche. —Sí, mamá. —¿Eso es todo lo que se te ocurre? Los ojos de mamá eran como dos recortables de color azul pálido pegados a la cara. Seguían caminando. Liesel arrastraba el saco. En casa, lavaban la colada en un caldero junto a la lumbre, la tendían al lado de la chimenea del salón y luego la planchaban en la cocina. Todo se cocía en la cocina. 36