LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 347

Markus Zusak La ladrona de libros descubrir una viga ardiendo lentamente o un bloque de cemento desmelenado para apuntalar esos codos y darles algo sobre lo que descansar. No quedaba ni un milímetro de piel en sus manos que no tuviera clavada una astilla, y tenía los dientes empastados con sedimentos endurecidos del desmoronamiento. En los labios llevaba incrustado el polvo húmedo que se había endurecido y no había bolsillo, hilo o arruga oculta en el uniforme que no estuviera cubierto por una fina capa depositada por el aire denso. Lo peor del trabajo era la gente. De vez en cuando se topaban con una persona deambulando sin descanso entre la niebla, normalmente con una sola palabra en los labios. Siempre gritaban un nombre. A veces era Wolfgang. —¿Ha visto a mi Wolfgang? Las marcas de sus dedos quedaban impresas en la chaqueta. —¡Stephanie! —¡Hansi! —¡Gustel! ¡Gustel Stoboi! A medida que la espesura se disipaba, la lista de nombres amainaba por las calles destrozadas. A veces acababa con un abrazo ahogado por las cenizas o con un postrado alarido de dolor. Se iban acumulando, una hora tras otra, como los dulces sueños o las pesadillas, a la espera de su oportunidad. Los peligros —el polvo, el humo, las llamas furibundas— confluían en uno solo: la gente destrozada. Como el resto de hombres de la unidad, Hans tendría que perfeccionar el arte del olvido. —¿Cómo estás, Hubermann? —le preguntó el sargento en un momento. Tenían el fuego a sus espaldas. Hans, desalentado, respondió a ambos con una leve inclinación de cabeza. A medio turno apareció un anciano renqueante e indefenso que vagaba por las calles. Cuando Hans terminó de apuntalar un edificio, se volvió y se lo encontró de frente, esperando su vez pacientemente. Llevaba un garabato de sangre en la cara, que descendía hasta el cuello. Vestía una camisa blanca con una corbata granate y se aguantaba la pierna como si la llevara al lado. —¿Podría sujetarme a mí, joven? Hans lo cogió en brazos y lo sacó de la bruma.  UN BREVE Y TRISTE APUNTE  Visité la calle de esa pequeña ciudad con el hombre todavía en los brazos de Hans Hubermann. El cielo era de un color 347