LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 316
Markus Zusak
La ladrona de libros
El judío se desmoronó cuando el mendrugo llegó a sus manos. Cayó de
rodillas y, agarrándose a las pantorrillas de Hans, enterró el rostro entre ellas,
agradecido.
Liesel miraba.
Con lágrimas en los ojos, la niña vio que el hombre resbalaba un poco más,
empujando a su padre hacia atrás, y que acababa llorando a la altura de sus
tobillos.
Otros judíos pasaron al lado, sin apartar la vista de ese pequeño y fútil
milagro.
Después de vadear la corriente, un soldado se personó de inmediato en la
escena del crimen. Miró fijamente al hombre arrodillado y a Hans, y luego a la
gente. Tras unos instantes de vacilación, sacó el látigo del cinturón y lo utilizó.
El judío recibió seis latigazos. En la espalda, en la cabeza y en las piernas.
—¡Basura! ¡Cerdo!
La oreja le sangraba.
Luego le llegó el turno a Hans.
Otra mano cogió la de la horrorizada Liesel, quien al volverse vio a Rudy
Steiner a su lado, tragando saliva cuando empezaron a azotar a Hans
Hubermann en la calle. Los restallidos le revolvieron el estómago y temía que el
cuerpo de su padre empezara a agrietarse en cualquier momento. Hans recibió
cuatro latigazos antes de caer al suelo.
Cuando el anciano judío consiguió ponerse en pie por última vez y seguir
su camino, echó un breve vistazo atrás. Se volvió un último y amargo momento
hacia el hombre postrado en cuya espalda ardían cuatro surcos de fuego, con
las doloridas rodillas hincadas en el suelo. Al menos el anciano moriría como
un humano. O, al menos, con la convicción de serlo.
¿Que qué creo yo?
No estoy muy segura de que eso sea algo tan bueno.
Las voces los envolvían cuando Liesel y Rudy se abrieron paso para ayudar
a Hans a ponerse en pie. Palabras y luz. Así lo recordaba ella. El sol brillaba en
la calzada y las palabras rompían como olas contra su espalda. Al alejarse se
fijaron en el mendrugo de pan, rechazado y abandonado en la calle.
Un judío que pasaba por su lado se lo quitó de la mano cuando Rudy fue a
recogerlo y otros dos se pelearon por él sin dejar de caminar hacia Dachau.
Lapidaron sus ojos plateados.
Volcaron su carro y la pintura se desparramó por la calle.
Lo llamaron amigo de los judíos.
Otros guardaron silencio y lo ayudaron a ponerse a salvo.
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