LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 314
Markus Zusak
La ladrona de libros
Vieron acercarse a los judíos como un torrente de colores. La ladrona de
libros no los describió así, pero puedo asegurar que eran eso exactamente, pues
muchos de ellos morirían. Me saludarían como a su último amigo del alma, con
sus huesos de humo y sus espíritus a la zaga.
El rumor de los pasos vibró sobre la calzada con la llegada del grueso del
grupo. Los enormes ojos sobresalían en los escuálidos cráneos. Y la suciedad. La
suciedad florecía en ellos como el moho. Sus piernas flaqueaban cuando los
soldados los empujaban: una forzada carrerita incontrolada antes del lento
retorno a un paso famélico.
Hans los observaba por encima de las cabezas de los cada vez más nutridos
espectadores. Estoy segura de que tenía los ojos plateados y cansados. Liesel
miraba entre los huecos que quedaban o por encima del hombro de la gente.
Las expresiones atormentadas de hombres y mujeres extenuados se volvían
para suplicarles, no ayuda —ya habían renunciado a ella—, sino una
explicación. Algo con lo que acallar la confusión.
Apenas podían levantar los pies del suelo.
Llevaban estrellas de David cosidas a las camisas, en las que se inscribía la
desdicha como si de una tarea se tratara. «No olvide su desdicha.» En algunos
casos, los arrollaba como una enredadera.
Los soldados desfilaban a su lado, ordenándoles que se apresuraran y
dejaran de lamentarse. Algunos no eran más que niños, pero el Führer se
reflejaba en su mirada.
Contemplándolos, Liesel estaba segura de que eran las almas vivientes más
desgraciadas que había visto. Así los describió por escrito. El tormento
constreñía sus rostros descarnados. El hambre los devoraba al caminar.
Algunos miraban al suelo para evitar la mirada de la gente en las aceras. Otros
observaban suplicantes a los que habían ido a contemplar su humillación, el
preludio de sus muertes. Otros rogaban que alguien, quien fuera, diera un paso
al frente y los cogiera en brazos.
Nadie lo hizo.
Ya observaron el desfile con orgullo, impudor o vergüenza, nadie se
adelantó para detenerlos. Todavía no.
De vez en cuando, un hombre o una mujer —no, no eran hombres o
mujeres, eran judíos— vislumbraba el rostro de Liesel entre la multitud. Le
presentaban su capitulación, y lo único que podía hacer la ladrona de libros era
sostener su mirada durante un largo y agonizante momento antes de que
desapareciera entre los demás. Liesel esperaba que fueran capaces de adivinar y
reconocer en su rostro cuán profundo, genuino y perdurable era su pesar.
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