LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 31
Markus Zusak
La ladrona de libros
La mujer del puño de hierro
Los primeros meses fueron los más duros sin lugar a dudas.
Liesel tenía pesadillas todas las noches.
El rostro de su hermano.
La mirada clavada en el suelo.
Se despertaba dando vueltas en la cama, chillando y ahogándose entre la
marea de sábanas. En la otra punta de la habitación, la cama destinada a su
hermano flotaba en la oscuridad como una barca. Poco a poco, a medida que
recuperaba la conciencia, lo veía hundirse en el suelo. Esa visión no la ayudaba
a calmarla precisamente y, por lo general, pasaba bastante tiempo antes de que
dejara de gritar.
Tal vez lo único bueno de las pesadillas era que Hans Hubermann, su
nuevo papá, aparecía en la habitación para tranquilizarla, para darle amor.
Acudía noche tras noche y se sentaba a su lado. Las dos primeras se limitó
a quedarse allí, como un extraño para entretener la soledad. Al cabo de unas
noches empezó a susurrarle: «Shhh, estoy aquí, no pasa nada». A las tres
semanas, la calmaba entre sus brazos. La confianza fue calando a pasos
agigantados, gracias a la gran dulzura del hombre, a su presencia incondicional.
La niña supo desde el principio que Hans Hubermann siempre aparecería
cuando ella gritara y que no se iría.
DEFINICIÓN NO ENCONTRADA
EN EL DICCIONARIO
No irse: acto de confianza y amor, a menudo descifrado
por los niños.
Hans Hubermann se sentaba en la cama, con ojos somnolientos, y Liesel
lloraba sobre sus mangas y sentía su olor. Todas las noches, nunca antes de las
dos, caía rendida de sueño acompañada de ese aroma: una mezcla de colillas
aplastadas, décadas de pintura y piel humana. Primero lo aspiraba y después lo
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