LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 235

Markus Zusak La ladrona de libros La inquietud de su voz se deslizó desde sus labios, como si pasara un brazo por el hombro de Liesel. —Jawohl—contestó ella—. Ya lo creo. Cómo empezó a latirle el corazón... En todas las ocasiones anteriores, cuando encontraban la ventana cerrada a cal y canto, la aparente decepción de Liesel enmascaraba un gran alivio. ¿Tendría las suficientes agallas para entrar? Y, de hecho, ¿por quién y para qué iba a entrar? ¿Por Rudy? ¿Para buscar comida? No, la repugnante verdad era otra. No le importaba la comida. Rudy, por mucho que ella intentara resistirse a la idea, quedaba relegado a un segundo plano en su trama. Lo que quería era el libro, El hombre que silbaba. No había permitido que se lo regalara una mujer vieja, patética y solitaria. Robarlo, en cambio, parecía más aceptable. Robarlo, en cierto sentido morboso, era como ganárselo. La luz dibujaba bloques de sombra. La pareja se dirigió hacia la inmaculada y enorme casa. Se susurraron sus pensamientos. —¿Tienes hambre? —preguntó Rudy. —Estoy hambrienta —contestó Liesel. De un libro. —Mira, acaba de encenderse una luz arriba. —Ya la veo. —¿Todavía tienes hambre, Saumensch? Se les escapó una risita nerviosa antes de ponerse a deliberar quién debía entrar y quién debía quedarse vigilando. Como hombre al mando, Rudy tenía claro que era él quien debía quedarse con el papel del allanador, pero era obvio que Liesel conocía el lugar. Tenía que entrar ella. Sabía lo que había al otro lado de la ventana. Lo dijo. —Entro yo. Liesel cerró los ojos. Con fuerza. Se obligó a recordar, a imaginar al alcalde y a su mujer. Pensó en la amistad que la había unido a Ilsa Hermann y no paró hasta que estuvo segura de haberle dado una patada en la espinilla y haberla dejado fuera de combate. Funcionó. Los detestaba. Vigilaron la calle y cruzaron el jardín en silencio. 235