LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 219

Markus Zusak La ladrona de libros —Tiene un problema, señor... —¡Eso ya lo veo! —En los oídos —terminó Rudy—. No puede... —Está bien, se acabó. —Deutscher se frotó las manos—. Vosotros dos, seis vueltas al campo. —Obedecieron, pero no lo bastante rápido—. Schnell! —los perseguía la voz. Cuando acabaron las seis vueltas, les mandaron hacer varios ejercicios más, como correr, tumbarse en el suelo, levantarse y volver a tumbarse, y al cabo de quince minutos muy largos les ordenaron que se echaran al suelo para lo que sería el último ejercicio. Rudy bajó la vista. Un siniestro charco de barro le sonrió desde el suelo. ¿Qué estás mirando?, parecía decir. —¡Abajo! —ordenó Franz. Por descontado, Rudy lo saltó y se tiró al suelo, boca abajo. —¡Arriba! —Franz sonrió—. Un paso atrás. —Obedecieron—. ¡Abajo! El mensaje era claro y Rudy lo aceptó. Se zambulló en el barro, aguantó la respiración y, en ese momento, con la oreja pegada a la tierra empapada, los ejercicios acabaron. —Vielen Dank, meine Herren —concluyó Franz Deutscher, con cortesía—. Muchas gracias, caballeros. Rudy se puso de rodillas, se escarbó las orejas y miró a Tommy. Tommy cerró los ojos y lo asaltó un espasmo. Ese día, de vuelta en Himmelstrasse, Liesel, que todavía llevaba puesto el uniforme de la BDM, estaba jugando a la rayuela con unas niñas más pequeñas cuando vio con el rabillo del ojo a las dos tristes figuras acercándose. Una la llamó. Se reunieron en el umbral de la caja de zapatos de cemento que hacía las veces de casa de los Steiner, y Rudy le contó todo lo que les había ocurrido. Al cabo de diez minutos, Liesel se sentó. Al cabo de once, Tommy, sentado junto a ella, dijo: —Es culpa mía. Sin embargo, Rudy rechazó la imputación con un gesto a medio camino entre una sentencia y una sonrisa, partiendo con el dedo una tira de barro por la mitad. —Es culp... —volvió a intentarlo Tommy, pero Rudy lo interrumpió y lo señaló. —Tommy, por favor. —En el rostro de Rudy se reflejaba una extraña satisfacción. Liesel nunca había visto a alguien tan decaído y al mismo tiempo 219