LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 211
Markus Zusak
La ladrona de libros
estaba leyendo El hombre que silbaba en el suelo de la biblioteca del alcalde. La
mujer del alcalde no mostró ninguna señal extraña (o, para ser francos, ninguna
fuera de lo habitual) hasta que llegó la hora de irse.
En ese momento, cuando le ofreció El hombre que silbaba, insistió en que se
lo quedara.
—Por favor —la instó, rozando la súplica. Le tendía el libro con firmeza y
comedimiento—. Llévatelo, hazme el favor, llévatelo.
Liesel, conmovida por la excentricidad de aquella mujer, no se atrevió a
decepcionarla una vez más. El libro de tapas grises y páginas amarillentas
acabó en su mano y Liesel se volvió hacia el pasillo. Estaba a punto de
preguntarle por la colada cuando la mujer del alcalde le dirigió una última
mirada de pena envuelta en albornoz. Rebuscó en una cómoda y sacó un sobre.
Su voz, grumosa por la falta de uso, tosió las palabras.
—Lo siento, es para tu madre.
A Liesel se le cortó la respiración.
De repente sintió que los zapatos le venían grandes. Algo se burló de su
garganta y se puso a temblar. Al tender la mano y recibir la carta, reparó en el
ruido que hacía el reloj de la biblioteca. Apesadumbrada, se dio cuenta de que
los relojes no suenan a nada que se parezca siquiera a un tictac, sino al ruido
que hace un martillo, arriba y abajo, golpeando una y otra vez contra el suelo.
El sonido de una sepultura. Deseó que fuera la suya, porque Liesel Meminger
quiso morirse en ese momento. No le había dolido tanto que los demás
decidieran prescindir de sus servicios, porque siempre le quedaba el alcalde, la
biblioteca y las horas que pasaba con la mujer. Además, era la última clienta, la
última esperanza... Perdidas. Esta vez se sintió traicionada.
¿Cómo iba a enfrentarse a su madre?
Las monedillas que Rosa se sacaba con esa faena la habían sacado de
apuros. Un puñado adicional de levadura. Un taco de manteca.
Ilsa Hermann tenía unas ganas locas de... sacársela de encima. Liesel lo
comprendió por la forma en que se agarraba el albornoz, con más fuerza de lo
habitual. La incomodidad de su malestar la obligaba a quedarse cerca de Liesel,
pero estaba claro que deseaba zanjar el asunto cuanto antes.
—Dile a tu madre... —añadió, mientras ajustaba la voz convirtiendo una
frase en dos— que lo sentimos.
La acompañó hasta la puerta.
En ese momento Liesel lo notó en los hombros: el dolor, el impacto del
rechazo definitivo.
«¿Esto es todo? —se preguntó—. ¿Me das un puntapié y ya está?»
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