LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 210
Markus Zusak
La ladrona de libros
Se lanzan puñetazos, el público se encarama por las paredes.
Max y el Führer luchan a muerte, rebotan contra la escalera. El
Führer tiene sangre en el bigote y en la raya del pelo, en la
parte derecha. «Vamos, Führer», lo anima el judío y le hace un
gesto para que se acerque a él. «Vamos, Führer.»
Cuando las visiones se desvanecieron y terminó la primera página, el padre
le guiñó un ojo. La madre la criticó por acaparar la pintura. Max examinaba
todas y cada una de las hojas; tal vez entonces ya veía lo que tenía planeado que
apareciera en ellas. Muchos meses después también pintaría la tapa del libro y
le pondría un nuevo título, el de una de las historias que escribiría e ilustraría.
Esa tarde, en el cubil secreto bajo el número treinta y tres de
Himmelstrasse, los Hubermann, Liesel Meminger y Max Vandenburg
prepararon las páginas de El árbol de las palabras.
Era agradable ser pintor.
El combate: 24 de junio
Y llegó la séptima cara del dado. Dos días después de que Alemania
invadiera Rusia. Tres días antes de que Gran Bretaña y los soviéticos unieran
sus fuerzas.
Todo comenzó más o menos una semana antes del 24 de junio. Liesel
rapiñó un periódico para Max Vandenburg, como era habitual. Rebuscó en un
cubo de basura cerca de Münchenstrasse y se lo puso bajo el brazo. En cuanto se
lo entregó a Max y este empezó la primera lectura, la miró y le señaló una
fotografía de la portada.
—¿No es este el tipo al que le llevas la colada y la plancha?
Liesel se apartó de la pared y se acercó. Había escrito la palabra «discusión»
seis veces junto al dibujo que Max había hecho de la nube anudada y el sol
chorreante. Max le tendió el periódico y ella se lo confirmó.
—Sí, es él.
Liesel se dispuso a leer el artículo, que afirmaba que Heinz Hermann, el
alcalde, había declarado que a pesar del magnífico avance de la guerra, la gente
de Molching, como todos los alemanes responsables, debía tomar las medidas
oportunas y prepararse para la posibilidad de que llegaran tiempos más
difíciles. «Nunca se sabe —aseguraba— lo que pueden estar tramando nuestros
enemigos o qué métodos emplearán para hacernos desfallecer.»
Desgraciadamente, las palabras del alcalde se hicieron realidad una semana
después. Liesel se había pasado por la Grandestrasse, como de costumbre, y
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