LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 201

Markus Zusak La ladrona de libros Max estaba de nuevo en la puerta, esta vez en lo alto de la escalera del sótano. —Gracias, Liesel —dijo con voz profunda y ronca, timbrada con una sonrisa oculta. En cuanto acabó de decirlo volvió a desaparecer, de vuelta al sótano. El periódico: principios de mayo —Hay un judío en mi sótano. —Hay un judío. En mí sótano. Liesel Meminger oyó esas palabras tumbada en el suelo de la habitación llena de libros del alcalde, con la bolsa de la colada a un lado. La figura fantasmal de la mujer del alcalde se sentaba, encorvada como un borracho, ante el escritorio. Delante de ella, Liesel leía El hombre que silbaba, páginas veintidós y veintitrés. Levantó la vista. Se imaginó acercándose, apartándole con suavidad un mechón de pelo sedoso y murmurándole al oído: «Hay un judío en mi sótano». El secreto se instaló en su boca mientras el libro bailaba en su regazo. Se puso cómodo. Cruzó las piernas. —Debería irme a casa. Esta vez lo dijo en voz alta. Le temblaban las manos. A pesar del asomo de sol en el horizonte, una suave brisa entraba por la ventana abierta, acompañada de la lluvia, que se colaba como si fuera serrín. La mujer arrastró la silla y se acercó cuando Liesel devolvió el libro a su sitio. Siempre acababan así. Las delicadas ojeras con arrugas se hincharon un instante al alargar la mano y volver a sacar el libro. Se lo ofreció a la niña. Liesel lo rechazó. —No, gracias —dijo—, ya tengo muchos libros en casa. Tal vez en otro momento. Es que estoy releyendo uno con mi padre; ya sabe, el que robé en la hoguera. La mujer del alcalde asintió con la cabeza. Si había que concederle algo a Liesel Meminger era que nunca robaba sin venir a cuento: sólo hurtaba libros cuando creía que era necesario y, por el momento, estaba servida. Había leído Los hombres de barro cuatro veces y estaba disfrutando su reencuentro con El hombre que se encogía de hombros. Además, todas las noches antes de irse a la cama abría un manual infalible para llegar a ser un buen sepulturero. Enterrado en lo más hondo de su ser moraba El vigilante. Musitaba las palabras y tocaba los pájaros. Volvía las crujientes páginas lentamente. —Adiós, frau Hermann. 201