LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 175
Markus Zusak
La ladrona de libros
—Ahí abajo se morirá, hazme caso.
—Pero ¿y si lo ve alguien?
—No, no, sólo subirá de noche. Durante el día lo dejaremos todo abierto,
como si no tuviéramos nada que esconder. Y utilizaremos esta habitación en
vez de la cocina. Lo mejor es mantenerse lejos de la puerta de casa.
Silencio.
A continuación, la madre:
—Está bien... Sí, tienes razón.
—Si nos la hemos de jugar por un judío —añadió el padre al cabo de unos
instantes—, preferiría hacerlo por uno vivo.
Y a partir de ese momento se estableció una nueva rutina.
Todas las noches encendían la chimenea en la habitación de los padres y
Max aparecía, en silencio. Se sentaba en un rincón, encogido y desconcertado,
seguramente por la bondad de esa gente, por el reconcomio de haber
sobrevivido y, sobre todo, por el resplandor del calor.
Con las cortinas cerradas a cal y canto, dormía en el suelo con un cojín
debajo de la cabeza mientras el fuego se extinguía y se convertía en cenizas.
Por la mañana regresaba al sótano.
Un humano sin voz.
La rata judía de nuevo en su agujero.
La Navidad pasó y dejó atrás el tufo de un nuevo peligro. Tal como
imaginaban, Hans hijo no apareció por casa (un alivio, aunque también una
decepción que no presagiaba nada bueno), pero Trudy se presentó como
siempre. Por suerte, todo fue como la seda.
LAS CUALIDADES DE LA SEDA
Max permaneció en el sótano.
Trudy entró y salió sin sospechar nada.
Decidieron que a pesar del afable carácter de Trudy no podían confiar en
ella.
—Sólo confiaremos en quien tengamos que confiar —sentenció Hans—, es
decir, en nosotros tres.
Hubo más comida de lo habitual y se disculparon ante Max porque no era
una fiesta de su religión, aunque para ellos se trataba sobre todo de una
costumbre.
Max no protestó.
¿Qué razones iba a aducir?
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