LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 173

Markus Zusak La ladrona de libros y sádico cabecilla llamado Franz Deutscher. Cuando Rudy no comentaba el fanatismo de Deutscher, se deleitaba en la marca que él mismo acababa de batir, amenizándola con interpretaciones y recreaciones del último gol que se había apuntado en el estadio de fútbol de Himmelstrasse. —Que ya lo sé —aseguraba Liesel—. Estaba allí. —¿Y qué? —Pues que lo vi, Saukerl. —¿Y yo qué sabía? Igual estabas tirada en el suelo, mordiendo el polvo que dejé atrás al marcar. Tal vez gracias a Rudy —a su locuacidad, su cabello empapado de limonada y su petulancia— Liesel no perdió la razón. Rebosaba una confianza infinita en la vida, que aún tenía por una broma: una interminable sucesión de goles, robos y un repertorio interminable de cháchara banal. Además, también estaba la mujer del alcalde y la lectura en la biblioteca de su marido. A esas alturas del año allí dentro empezaba a hacer bastante frío, cada vez más y, a pesar de todo, Liesel no podía mantenerse alejada. Escogía varios libros y leía breves párrafos de cada uno, hasta que una tarde encontró uno que no pudo dejar. Se titulaba El hombre que silbaba. En un principio, los encuentros esporádicos con el hombre que silbaba de Himmelstrasse, Pfiffikus, la llevaron a interesarse por el libro. Todavía lo recordaba encorvado con su abrigo, y su aparición en la hoguera el día del cumpleaños del Führer. Lo primero que ocurría en el libro era un asesinato. Un apuñalamiento. Una calle de Viena. Cerca de la Stephansdom, la catedral de la plaza.  BREVE PASAJE DE «EL HOMBRE  QUE SILBABA» «Estaba tendida en un charco de sangre, asustada, y una extraña cantinela bailaba en su cabeza. Recordó el cuchillo, dentro y fuera, y una sonrisa. Como siempre, el hombre que silbaba había sonreído al huir hacia la oscura y ensangrentada noche...» Liesel no supo si fueron las palabras o la ventana abierta lo que hizo que se estremeciera. Cada vez que iba a entregar o a recoger la colada a casa del alcalde, leía tres páginas y temblaba, pero no podía seguir así. Tampoco Max Vandenburg soportaría el sótano mucho más tiempo. No se quejaba —no tenía derecho a hacerlo—, pero sentía cómo empeoraba un día 173