LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 155
Markus Zusak
La ladrona de libros
Mordió el polvo una vez más antes de cambiar de táctica, para lo que atrajo
a Walter Kugler un poco más cerca de lo que le hubiera gustado. Sin embargo,
ya que lo tenía allí, Max le soltó un puñetazo corto y directo en la cara. Hizo
diana. Justo en la nariz.
Kugler, cegado de repente, se tambaleó hacia atrás y Max aprovechó la
oportunidad que se le presentaba. Lo siguió, se colocó a su derecha y volvió a
golpearlo; le descargó un puñetazo en las costillas. El derechazo que acabó con
Kugler lo dirigió a la barbilla. Walter terminó en el suelo, con el pelo rubio
salpicado de arena. Tenía las piernas separadas en uve y unas lágrimas, que
parecían de cristal, le resbalaban por la piel a pesar de no estar llorando. Se las
habían arrancado a golpes.
El corro se puso a contar.
Siempre contaban, por si acaso. Gritos y números.
Según la costumbre, tras un combate el perdedor debía levantar la mano
del vencedor. Cuando Kugler consiguió enderezarse, se acercó con
resentimiento a Max Vandenburg y alzó su brazo.
—Gracias —dijo Max.
—La próxima vez te mataré —le advirtió Kugler.
En los años venideros, Max Vandenburg y Walter Kugler disputarían un
total de trece asaltos. Walter deseaba vengarse de la primera victoria de Max, y
este ansiaba repetir su momento de gloria. Al final, el marcador quedó en 10 a 3
a favor de Walter.
Pelearon hasta 1933, recién cumplidos los diecisiete años. El renuente
respeto se convirtió en sincera amistad, y cesó la necesidad de pelearse. Ambos
encontraron trabajo, hasta que en 1935 despidieron a Max de la fábrica de
ingeniería Jedermann, junto con los otros judíos. Ocurrió poco después de que
entraran en vigor las leyes de Nuremberg, por las cuales se denegaba a los
judíos la ciudadanía alemana y se les prohibía el matrimonio con alemanes.
—Jesús, esos sí que eran buenos tiempos, ¿eh? —comentó Walter una
noche, cuando se encontraron en el pequeño rincón donde solían pelear—.
Estas cosas no pasaban antes. —Le dio una palmada con el revés de la mano a
la estrella que Max llevaba en la manga—. Ahora ya no podríamos pelear como
antes.
—Sí, sí que podríamos —lo corrigió Max—. No puedes casarte con un
judío, pero no hay ninguna ley que prohíba pelearse con uno.
Walter sonrió.
—Seguro que hay una ley que lo premia, siempre que le ganes.
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