LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 144

Markus Zusak La ladrona de libros —Vamos, hombre —los animó divertido Schneider. Su cabello, apelmazado con aceite, brillaba, aunque en la coronilla siempre le quedaba un mechón en guardia—. Qué hatajo de inútiles, al menos uno de vosotros tiene que saber escribir como Dios manda. Oyeron disparos a lo lejos. Lo que desencadenó una reacción. —Mirad, esto es diferente —aseguró Schneider—. Estaréis ocupados toda la mañana, tal vez más. —No consiguió disimular una sonrisa—. Schlink dejó las letrinas como los chorros del oro mientras vosotros jugabais a las cartas, pero esta vez tendréis que salir ahí fuera. La vida o el honor. Era evidente que esperaba que uno de sus hombres tuviera la suficiente inteligencia para escoger seguir con vida. Erik Vandenburg y Hans Hubermann intercambiaron una mirada. Si alguien daba un paso al frente en ese momento, el regimiento le haría la vida imposible mientras siguieran juntos. ¿A quién le gustan los cobardes? Por otro lado, si alguien tenía que salir... Aun así nadie dio un paso al frente, si bien una voz se alzó y se acercó sin prisas al sargento. Se detuvo a sus pies, a la espera de recibir un buen puntapié. —Hubermann, señor —dijo. Era la voz de Erik Vandenburg. Por lo visto pensaba que a su amigo todavía no le había llegado la hora. El sargento se paseó por el pasillo que formaban los soldados. —¿Quién ha dicho eso? Stephan Schneider tenía un pasear magnífico, un hombre bajo que hablaba, se movía y actuaba a paso ligero. Mientras caminaba arriba y abajo entre las dos hileras de hombres, Hans mantuvo la vista al frente, a la expectativa de lo que tuviera que pasar. Tal vez una de las enfermeras estaba indispuesta y necesitaban a alguien para que cambiara las vendas de las piernas infectadas de los soldados heridos. Tal vez había que cerrar un millar de sobres pasándoles la lengua por la goma de sellado para enviar a casa el fúnebre anuncio que contenían. En ese momento, la voz volvió a adelantarse, lo que animó a otras a hacerse oír. Hubermann, repitieron todas. Erik incluso añadió: «Una caligrafía inmaculada, señor, inmaculada». —Entonces, decidido. —El sargento esbozó una sonrisita de besugo—. Hubermann, te ha tocado. 144