LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 143
Markus Zusak
La ladrona de libros
dados a que los hicieran rodar a ellos por la nieve y el lodo. Una sólida amistad
que afianzaban el juego, el tabaco y la música, sin olvidar el mutuo deseo de
sobrevivir. El único problema fue que poco después encontrarían los trocitos de
Erik Vandenburg esparcidos por una verde colina. Tenía los ojos abiertos y le
habían robado la alianza. Me eché su alma al hombro junto con las demás y nos
alejamos de allí tranquilamente. El horizonte tenía el color de la leche. Frío y
fresco. Borbotaba entre los cadáveres.
Lo único que quedó de Erik Vandenburg fueron unos cuantos objetos
personales y el acordeón, con sus huellas todavía impresas en él. Lo enviaron
todo a casa, todo menos el instrumento. Consideraron que era demasiado
grande. Esperaba en el camastro provisional de Vandenburg, como si se
reprochara estar allí, en el campamento, y acabaron dándoselo a su amigo,
Hans Hubermann, que resultaría ser el único superviviente.
SOBREVIVIÓ DEL
SIGUIENTE MODO
Ese día no entró en combate.
Todo gracias a Erik Vandenburg. O mejor dicho, a Erik Vandenburg y al
cepillo de dientes del sargento.
Esa mañana en concreto, poco antes de salir, el sargento Stephan Schneider
entró tranquilamente en los dormitorios y reclamó la atención de todo el
mundo. Era popular entre los hombres por su sentido del humor y por sus
bromas, pero aún más por el hecho de no ir jamás detrás de nadie en la línea de
fuego. Él siempre era el primero.
Había días en que le daba por entrar en el barracón donde descansaban los
hombres y decir algo así como: ¿Hay por aquí alguien de Pasing?, o: ¿A quién
se le dan bien las matemáticas?, o, en el profético caso de Hans Hubermann:
¿Quién tiene una letra que se entienda?
Después de la primera vez que entró a preguntar, nadie volvió a prestarse
voluntario. Ese día, un joven y diligente soldado llamado Philipp Schlink se
levantó con gallardía y respondió a la llamada: «Sí, señor, yo soy de Pasing», a
lo que, sin más, el sargento le tendió un cepillo de dientes y le ordenó que
limpiara las letrinas.
Cuando Schneider preguntó quién tenía buena caligrafía, estoy segura de
que entenderás por qué nadie tuvo prisa por ser el primero en dar un paso al
frente. Creyeron que les tocaría recibir una inspección higiénica completa o
limpiar con un cepillo los terrones de mierda pegados a la suela de las botas de
un excéntrico teniente antes de salir al campo de batalla.
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