LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 132
Markus Zusak
La ladrona de libros
Pillos
Podría objetarse que Liesel Meminger lo tuvo fácil. Y sería cierto si la
comparáramos con Max Vandenburg. Sí, claro, su hermano casi murió en sus
brazos. Y su madre la abandonó.
No obstante, cualquier cosa era mejor que ser judío.
Hasta la llegada de Max, perdieron otro cliente, esta vez la colada de los
Weingartner. El Schimpferei obligado se desató en la cocina. Sin embargo, Liesel
se consoló pensando que todavía les quedaban dos y, aun mejor, uno de ellos
era el alcalde, la mujer y los libros.
En cuanto a las otras actividades de Liesel, seguía armándola junto con
Rudy Steiner. Incluso me atrevería a afirmar que estaban perfeccionando su
modus operandi.
Acompañaron a Arthur Berg y sus amigos en unas cuantas incursiones
más, deseosos tanto de demostrar su valía como de ampliar su repertorio
delictivo. Se llevaron patatas de una granja y cebollas de otra. Sin embargo, la
mayor victoria la obtuvieron solos.
Tal como ya hemos comprobado, una de las ventajas de patear la ciudad
era la posibilidad de encontrar cosas en el suelo. Otra era fijarse en la gente o,
aún más importante, en la misma gente haciendo las mismas cosas semana tras
semana.
Un chico del colegio, Otto Sturm, era una de esas personas a las que
observaban. Todos los viernes por la tarde se acercaba a la iglesia en bicicleta
para llevarles viandas a los curas.
Lo estuvieron estudiando durante un mes, mientras el tiempo empeoraba.
Sobre todo Rudy, que estaba decidido a que un viernes de una semana de
octubre curiosamente fría Otto no consiguiera llevar a cabo su cometido.
—De todos modos, esos curas están demasiado gordos —se justificó,
mientras paseaban por la ciudad—. Podrían pasar sin comer una semana.
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