LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 111
Markus Zusak
La ladrona de libros
—Jesús, María...
Lo dijo en voz alta, las palabras se derramaron por la habitación llena de
libros y frío. ¡Libros por todas partes! No había pared que no estuviera forrada
de abarrotadas e impecables estanterías. Apenas se veía la pintura. Las letras
impresas en los lomos de los libros negros, rojos, grises, de cualquier color, eran
de todos los tamaños y estilos imaginables. Era una de las cosas más bellas que
Liesel Meminger había visto nunca.
Sonrió, maravillada.
¡Cómo podía existir una habitación así!
De hecho, cuando intentó borrar la sonrisa de su cara con la manga,
enseguida se dio cuenta de que era inútil. Notó los ojos de la mujer sobre su
cuerpo. Cuando se volvió hacia ella, se habían detenido a descansar en su
rostro.
Reinaba un silencio más profundo del que creía posible, un silencio que se
extendía como una goma elástica que ansiaba romperse. La niña la rompió.
—¿Puedo?
La palabra esperó, rodeada de un espacio inmenso de madera. Los libros
estaban a kilómetros de distancia.
La mujer asintió.
—Claro que puedes.
Poco a poco, la estancia empezó a encogerse hasta que la ladrona de libros
pudo tocar las estanterías, a unos pocos pasos de ella. Pasó la palma de la mano
por la primera, atenta al rumor de las yemas de los dedos deslizándose sobre la
columna vertebral de los libros. Sonaba como un instrumento o como las notas
de unos pies a la carrera. Utilizó ambas manos. Recorrieron una estantería tras
otra. Y rió. La voz resonó en su garganta, y cuando al fin se detuvo en medio de
la habitación, pasó varios minutos dirigiendo la mirada de las estanterías a sus
dedos y de estos a las estanterías.
¿Cuántos libros había tocado?
¿Cuántos había sentido?
Se acercó y repitió, esta vez mucho más despacio, con la palma de la mano
extendida para notar el pequeño obstáculo que suponía cada libro. Era mágico,
era hermoso, era como si todo estuviera iluminado por deslumbrantes rayos de
luz reflejados por una lámpara de araña. Se vio tentada a sacar algún libro de su
lugar, pero no se atrevió a molestarlos. Eran demasiado perfectos.
Descubrió a la mujer a su izquierda, todavía con la pequeña torre apoyada
contra el torso, junto a un enorme escritorio. Esperaba, con un aire de
complacida astucia. Parecía que una sonrisa le había paralizado los labios.
—¿Quiere que...?
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