LA LADRONA DE LIBROS La ladrona de libros | Page 108
Markus Zusak
La ladrona de libros
—¿Que no había nadie en casa? —repitió Rosa con escepticismo. Y el
escepticismo le daba ganas de usar cuchara de madera—. Ve ahora mismo y, si
no te traes la colada, no hace falta que vuelvas.
«¿De verdad?», fue la respuesta de Rudy cuando Liesel le contó lo que su
madre le había dicho.
—¿Quieres que nos escapemos?
—Nos moriríamos de hambre.
—¡Pero si yo ya estoy muerto de hambre!
Rieron.
—No —decidió Liesel—, tengo que hacerlo.
Pasearon por la ciudad como solían hacerlo cuando Rudy la acompañaba.
El chico siempre intentaba ser un perfecto caballero y se ofrecía a llevarle la
bolsa, pero Liesel se negaba una y otra vez. La cabeza de Liesel era la única
sobre la que pendía la amenaza de un Watschen, así que no podía confiar en otra
persona para llevar la bolsa como era debido. Cualquier otro podría
zarandearla, estrujarla o golpearla contra algo, aunque sólo fuera un poco, y no
valía la pena jugársela. Además, era probable que Rudy esperara un beso por
sus servicios si le dejaba cargar el saco por ella, y eso sí que no. De todos
modos, ya estaba acostumbrada al peso y cambiaba la bolsa de un hombro al
otro a cada rato para aliviar la carga.
Liesel iba a la izquierda, Rudy a la derecha. Rudy hablaba casi todo el
tiempo, divagaba sobre el último partido de fútbol de Himmelstrasse, sobre el
trabajo en la tienda de su padre y sobre cualquier cosa que se le pasara por la
cabeza. Liesel intentó escucharlo, pero era imposible. Lo único que oía era el
miedo que resonaba en sus oídos, que iba haciéndose más ensordecedor a cada
paso que se acercaba a Grandestrasse.
—¿Qué haces? ¿No es esa?
Liesel asintió con la cabeza, dándole la razón. Había intentado pasar de
largo la casa del alcalde para ganar algo de tiempo.
—Bueno, venga —la animó el chico. Molching empezaba a difuminarse en
la noche. El frío salía del suelo—. Mueve el culo, Saumensch.
Él se quedó junto a la verja.
Al final del camino había ocho escalones que conducían a la entrada
principal de la casa, donde la esperaban unas enormes y monstruosas puertas.
Liesel miró asustada la aldaba de latón.
—¿A qué esperas? —rezongó Rudy.
Liesel se volvió hacia la calle. ¿Habría alguna forma, la que fuera, de eludir
aquello? ¿Habría alguna historia o, seamos francos, alguna mentira que se le
hubiera pasado por alto?
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