los ojos bien cerrados. El sol atravesaba mis párpados volviendo todo de color naranja.
La mamá de Clarita nos llamó a tomar la leche. Entramos a la cocina, que tenía puerta de salida al jardín, y entre tropiezos nos zambullimos en dulces chocolatadas calientes. La mamá de Clarita entraba y salía de la cocina. En un momento, a través de la puerta entre abierta, vi al papá mirando hacia la calle detrás de la pesada cortina del living. La mamá de Clarita me miró y me dijo: -Estamos esperando al tío de Clari, como explicándome lo que mi desconcierto dejaba ver a través de mis ojos. Y nuevamente, al oído de Clarita, un mensaje. Ella se tiró sobre mi taza y me dijo: ¿Todavía no terminaste? ¡Dale! ¡Vamos a jugar a la escondida afuera! Le agradecí a su mamá por la leche y salimos hacia el jardín, mientras Clarita me hacía saber que mi lugar de visitante me condenaba a ser la que contara primero.
Luego de contar hasta 10, salí a buscarla. Tardé un rato en encontrarla porque se había metido dentro de un cuartito que había en el fondo. En el cuartito había muchas cajas y algunos muebles. Detrás de un sillón viejo se asomaban los cordones siempre desatados de Clarita. Corriendo de un pique al árbol gané mi turno.
Jugamos un rato, ya se hacía de noche y había refrescado. Entrando a la cocina escuché unos gritos. El papá de Clarita le gritaba a la mamá. – ¡Vinieron, vinieron!
Unas personas entraron a la casa. Clarita me tomó del brazo y no me dijo palabra. La mamá entró corriendo a la cocina y buscó unos repasadores. La miró a Clarita y apuntándonos con el dedo, le dijo: - Se quedan acá. Clarita asintió.
A través de la puerta vi a un hombre tirado en el sillón con sangre en la cabeza, que no paraba de pedir perdón al papá de Clarita. –Tranquilo Ricardo, ¿Te siguieron? Contame todo.
Había otro hombre que hablaba con la mamá de Clarita, le decía: -Nos tenemos que ir de acá, no es seguro. En ese momento, la miré a Clarita y en un susurro tembloroso, le pregunté qué pasaba. Ella me devolvió el susurro, pero el de ella era firme. Me dijo: -Tranquila, es mi tío, no pasa nada.
No terminó de decirme “nada”, cuando se escuchó un fuerte ruido de autos frenando, las luces de los coches se colaban por las cortinas del living.
De golpe todos los sonidos se apagaron, sólo podía ver las bocas de los padres de Clarita moverse, no entendía nada.
Recuerdo que Clarita me tomó del brazo, me sacó al jardín y me llevó hasta el cuartito del fondo. Ya dentro del cuartito me agarró la cara con las dos manos, apoyó su frente en la mía y con serenidad terminante, me dijo: Oíme, no importa que veas, no importa que escuches, esperá a que se haga de día para volver a tu casa. Y me arrastró hasta un modular de madera con puertas de vidrio. Entre las dos lo corrimos. Había un pequeño espacio entre el mueble y la pared.
Desde la casa se escuchaban gritos e insultos, yo me distraía, pero Clarita no. -Metete ahí, me dijo, y yo le pedí que se metiera conmigo. Ella me miró y susurró: - yo tengo que ir con mis papás, además alguien tiene que correr el mueble. No sé de dónde sacó la fuerza para correrlo. Yo trataba de tirar hacia mí inútilmente, como si mis manos fueran sopapas.
Detrás del mueble los sonidos eran sordos, pero llegaba a escuchar algunas voces. Habían entrado al cuartito, estaba segura. Escuchaba cómo revolvían todo y golpeaban las paredes.
En mi cabeza sólo sonaban las últimas palabras de Clarita. Mi cuerpo permaneció inmóvil hasta quedarse dormido, ahí, entre el pesado mueble y la fría pared de aquel cuartito.
El canto de unos pájaros me devolvió al día y tomando las fuerzas de mi amiga corrí el armario, el refugio, el que debía ser de Clarita, y salí del cuartito con mis pies entumecidos. Recuerdo que no me animé a atravesar la casa. Salí por el jardín a otro jardín vecino y me hice camino hacia la calle.
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Elogio de las sombras. Reflexiones sobre el taller literario
-la gran siete-