La galería de los inmóviles 35
cuando se me ha despertado a las cinco de la mañana… ¡Ya
quería empezar a jugar!
Estaba clarísimo, tampoco había manera de inspirar ningún
sentimiento de pena por su parte. Estaba demasiado pendiente
de mi hermano. Por mucho que me asegurase lo contrario
–«tú eres la rapaciña de mi corazón» me decía cuando estaba a
solas conmigo–, yo sabía perfectamente que nuestra tata bebía
los vientos por el querubín de ojos verdes y cabello ensortijado
de color dorado que era mi hermano. No me quedó otro
remedio que cambiar de táctica.
Mientras tanto, el querubín se había despertado, había
saltado de su cama de barandillas y se había plantado delante
de mamá chillando a todo pulmón: «¡Yo quiero acompañar a
Cristina a su nuevo cole! ¡Yo quiero acompañar a Cristina a
su nuevo cole! ¡Anda, mamá, porfa! ¡Déjame ir, va, va!». No
hubo manera de sacárselo de la cabeza.
—Está bien, pero me has de prometer que después, cuando
te lleve a tu escuela, no montarás ningún numerito de llantos
–dijo finalmente mamá, dejando escapar un suspiro de resignación–.
Por favor, vaya a preparar al niño enseguida –pidió
a la muchacha–. Y tú, Cristina, haz el favor de tranquilizarte
de una vez y déjame acabar de vestirte.
Mamá tenía mucha gracia para vestirnos. Era un artista de
la aguja. Le venía por tradición, la yaya de Suiza había sido
una gran costurera. Las dos tenían a la Burda por su Biblia.
Cuando la abuela venía de vacaciones, aprovechaban los días
que no hacía sol para sacar patrones para toda la familia. Las
recuerdo como jornadas muy especiales, las tres en la habitación
que hacía de estudio en el segundo piso de la casita
que habíamos alquilado en el pueblo, arrodilladas en el suelo
para cortar la tela mientras la luz del día gris se filtraba por la
ventana aportando apenas claridad.