34 Cristina Harster Wanger
—¡Cristina! No empieces, que no es el mejor momento para
hacer un show de los tuyos –me riñó al detectar el inicio de
mi actuación en el papel de niña injustamente maltratada–.
¡Ya sabes que a mí no me das ninguna lástima! Haz el favor
de poner un poco de tu parte. Déjame acabar de arreglarte
de una vez. ¡Mon Dieu! Vamos, que todavía tenemos que ir a
buscar el coche en el garaje y yo no puedo con todo. ¿Ya has
hecho pipí? Mira, Cristina, que nos conocemos…
—¿Y papá? ¿No nos acompaña? –pregunté, en un intento
desesperado de desviar la atención.
—Papá me ha dicho que cuando encuentre un momento
vendrá a desearte suerte; ahora está trabajando.
Mi cabeza sabía perfectamente que era el momento de callar,
pero mi emotividad a flor de piel no me dejaba recuperar
la calma.
—Si ayer, a la hora del cuento de antes de ir a dormir, me
dijo que lo haría –protesté.
Y justo en el momento en que lo estaba diciendo, padre
asomó la cabeza detrás de la puerta que separaba su consulta
de nuestro piso.
—¡Venga, Cristinita! No pongas esta cara de susto, mujer
–me susurró mientras me abrazaba–, que no te vas a la guerra,
sino a una escuela donde te ayudarán a mejorar.
Pero en vez de calmarme, me alteré aún más. Había tanta
diferencia entre la serenidad de papá y el nerviosismo de
mamá, que necesitaba imperiosamente que él se quedara
para asegurarme de que aquel día tan importante para mí se
desarrollaría de manera más calmada.
—¡Cristina! ¿Qué son estos lloriqueos? –La tata Ramona
llegaba desde el fondo del pasillo tratando de impostar un aire
de reprobación–. ¿No ves que despertarás al demoniete de tu
hermano? Con lo que me ha costado que volviera a dormirse