La galería de los inmóviles 33
me han gustado nunca. Ni los veranos, ni las Navidades, ni
todo aquello que suponga salir de la rutina. Los periodos de
vacaciones siempre han sido para mí un limbo en el cual no
acabo de encontrar mi sitio. De pequeña, manifestaba mi
desconcierto en forma de una susceptibilidad extrema que
me hacía lloriquear a la primera contrariedad. No podía
soportar que mamá no me hiciera todo el caso que me hacía
normalmente, pero estaban los yayos de Suiza, que venían a
pasar las vacaciones durante un mes y medio y, como eran sus
vacaciones, se hacían servir a cuerpo de rey. Mamá no daba
abasto y a menudo perdía la paciencia. Papá se refugiaba en el
club náutico, donde se aficionó a la vela. En aquella época era
una barraquita de madera en la punta del espigón que seguía
a las escalinatas que subían a la iglesia. Tengo perfectamente
presente al chico que hacía de camarero detrás de la pequeña
barra repleta de objetos decorativos marineros. Era delgaducho,
huesudo y tenía los ojos un poco hundidos. Llevaba una
gorra de capitán de gran barco, blanca, impoluta. Juraría que
se llamaba Toni. Y también recuerdo los bocadillos calientes
que hacía salir de un hornillo. Eran hot dogs y hamburguesas
que venían precintadas, en aquellos tiempos una auténtica
novedad; que te compraran una era una fiesta gorda que se
celebraba muy de vez en cuando.
Aquella mañana de principios de septiembre, mamá estaba
todavía más nerviosa de lo que había estado durante las vacaciones
de verano. Yo no acababa de entender el motivo, ni
tampoco por qué, en aquel día tan importante para mí, papá
no vino a vestirme como hacía habitualmente. Alguna razón
de peso debía de haber, pero no la recuerdo.
—¡Mamá! Deja de atormentarme de una vez, que me haces
daño –berreé viendo que me hacía dar vueltas sobre mí misma,
como si no acabara de estar satisfecha con mi aspecto.