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La galería de los inmóviles 41 generaciones. También recuerdo con mucho afecto los días de fiesta en Barcelona. Por la mañana, mamá nos llevaba al Museo Etnológico, en aquella época instalado en Montjuic, cerca del Palacio Nacional, y por la tarde íbamos al cine, aquel Cine Alcázar de la Rambla de Cataluña, tapizado con una moqueta azul que dibujaba cuadrados concéntricos que se iban haciendo más y más pequeños. Cuando finalmente conseguimos meternos en el coche de mamá y después de atravesar media ciudad más o menos en paz, ya estábamos a punto de iniciar la ascensión de aquella montaña que miraba al mar cuando oímos un pitido estridente. —¡¡Stoooop!! Detengan el vehículo. —¿Ves lo que pasa cuando se salta dentro del coche? –dijo mamá, dirigiéndose a mi hermano–. Ahora nos pondrán una multa y llegaremos tarde el primer día de colegio de Cristina. El director nos está esperando y quedaremos mal, con lo que nos ha costado que admitieran a tu hermana… ¡Solo nos faltaba esto! Y después atraviesa toda la ciudad para llegar a tu escuela, y… Mamá volvía a estar a punto de perder la paciencia, y cuando mamá perdía los nervios era como meterse dentro de una balsa que va río abajo, directa hacia una cascada. Con los años, yo aprendería a convertir aquellas cascadas de alta montaña en tramos medianos, plácidos y tranquilos, por donde discurría la barca de nuestra existencia en común. Solo se trataba de… Mientras tanto, el urbano que había dado el alto a mamá abandonó su podio en medio de la plaza y se dirigió hacia nosotros con paso decidido. El blanco de la casaca y del salacot contrastaba con los pantalones oscuros. —No tengo más remedio que ponerle una multa. Dentro del Volkswagen que mamá se trajo desde Suiza cuándo se casó reinaba un silencio tenso. A aquella tensión invisible se sumaba a mi nerviosismo. Si no quería que la mañana