40 Cristina Harster Wanger
drome de la inmunodeficiencia adquirida era una enfermedad
mortal. En aquella casa cayeron aún unos cuantos más.
Al girar la esquina de aquel original edificio que bordea la
plaza de San Gregorio Taumaturgo, la de la iglesia redonda,
mi mamá, mi hermano y yo pasamos por delante de la tienda
de bolsos y artículos de piel regentada por Pepita, una viuda
coquetona que tenía una hija llamada Carolina. Estaba justo
en los bajos de la casa, entre la reputada perfumería Regia y
la no menos famosa peluquería masculina Luis. Finalmente
llegamos al garaje, una especie de gran nave donde dos hombres,
que recordaban a los gemelos de Tintín pero vestidos con
monos azules, nos recibieron con grandes sonrisas, solícitos
y amables. Mientras uno de ellos iba a buscar el Volkswagen
escarabajo de mamá, el otro nos entretenía con sus bromas,
pero ni los chistes ni las risas eran capaces de atraer la atención
de mi hermano, que aprovechaba cualquier distracción de los
adultos para escabullirse yendo a meter su naricilla curiosa en
los lugares más insospechados y peligrosos.
«¡Ven aquí, por favor!», tenía que decir mamá a cada momento,
y este hecho no hacía más que aumentar los nervios
de todos; mamá sufriendo porque perdía el control sobre sus
hijos y nosotros, al menos yo, sufriendo porque tarde o temprano
toda aquella tensión acabaría explotando sin remedio.
Pero no todo fueron nervios durante mi infancia, también
hubo muchos momentos de calma y bienestar, como por ejemplo
las excursiones que hacíamos en familia cuando fuimos más
mayorcitos. Papá con su Montesa y mamá con su Mobylette.
Yo hacía de paquete de papá y mi hermano iba sentado detrás
de mamá. Solíamos visitar las masías del macizo de Garraf, que
quedaba detrás de la casa que mis padres se hicieron construir en
una urbanización muy cercana al pueblecito de la costa donde la
familia de nuestro padre tenía la segunda residencia desde hacía