La galería de los inmóviles 39
raviolis con salsa de tomate y que los había digerido perfectamente.
Y también me acuerdo de dos títeres de guante, un
mago con gorro de cucurucho y un tigre, que me llevaron de
regalo. Los conservé muchos años después de aquel incidente,
el último de gravedad a causa de mis espasmos musculares
que, cuando me ponía muy nerviosa, obstruían el paso del
aire hasta colapsarme.
Pero volvamos al relato de mi primer día de colegio. Veo a
mamá, a mi hermano y a mí misma saliendo de la portería pintada
con una combinación de colores oscuros y claros, con el
suelo granulado de gres, à la mode del señor Ricardo Bofill. El
ascensor era de madera, como el de las casas antiguas, pero el
espacio interior era tan anguloso y pequeño que apenas cabían
tres personas adultas. Al llegar a la planta baja, donde estaba
la portería, abrías la puertecilla externa de cristales encajados
en una estructura metálica y te encontrabas con una gran vidriera
que daba a la calle. ¡Cuántas veces se rompió alguno de
los paneles que la dividían porque algún vecino se topaba con
ellos de noche, al volver a casa nublado por los vapores etílicos!
¡Y cuántas veces se rompió la lámpara en forma de bombilla
gigante que colgaba y cuelga aún sobre el banco de mármol!
Y es que mi infancia transcurrió en una de las guaridas
más emblemáticas de la Gauche Divine. Toparse con Gil de
Biedma o Racionero no era poco habitual, pero entonces yo
era demasiado pequeña para saber quiénes eran. Y cuando fui
más mayor, era demasiado insegura para dirigirles la palabra.
Siempre me quedará en el corazón la decepción de no haberme
atrevido a dar el pésame al último compañero de Jaime Gil
cuando coincidimos en el ascensor aquel día de invierno de
1990, poco después de la muerte del poeta. ¡Pero es que tenía
tanto miedo de que la emoción de mis palabras ofuscase el
fondo de mi mensaje! Años terribles aquellos, cuando el sín-