Nada cambió durante los días siguientes. Esther se concentró en su nuevo juguete en
forma tan absorbente que apenas nos veíamos en las horas de comida. Yo estaba
realmente preocupado, y con razón, en vista de las ilusiones que me había forjado de
tenerla a mi disposición durante las vacaciones. No podía construir el refugio sin su ayuda
y me era imposible ocuparme yo solo de la caza de mariposas y de la clasificación de los
sellos, aparte de que me aburría mortalmente tirar hacia arriba la pelota de béisbol y
apararla yo mismo.
Al cuarto día de la llegada de la muñeca ya estaba convencido de que tenía que hacer algo
para retornar las cosas a la normalidad que su presencia había interrumpido. dos días
después sabía exactamente qué. Esa misma noche, cuando todos dormían en la casa,
entre de puntillas en la habitación de Esther y tomé la muñeca de su lado sin despertar a
mi hermana a pesar del triste vagido que produjo al moverla. Pasé sin hacer ruido al
cuarto donde papá guarda su caja de herramientas y cogí el cuchillo de monte y el más
pesado de los martillos y, todavía de puntillas, tomé una toalla del cuarto de baño y me fui
al fondo del patio, junto al pozo muerto que ya nadie usa. Puse la toalla abierta sobre la
yerba, coloqué en ella la muñeca —que cerró los ojos como si presintiera el peligro— y de
tres violentos martillazos le pulvericé la cabeza.
Luego desarticulé con el cuchillo las cuatro extremidades y, después de sobreponerme al
susto que me dio oír el vagido por última vez, descuarticé el torso, los brazos y las piernas
convirtiéndolos en un montón de piececitas menudas. Entonces enrollé la toalla
envolviendo los despojos y tiré el bulto completo por el negro agujero del pozo. Tan
pronto regresé a mi cama me dormí profundamente por primera vez en mucho tiempo.
Los tres días siguientes fueron de duelo para Esther.
Lloraba sin consuelo y me rehuía continuamente. Pero a pesar de sus lágrimas y de sus
reclamos insistentes no pudo convencer a mis padres de que le habían robado la muñeca
mientras dormía y ellos persistieron en su creencia de que la había dejado por descuido en
el patio la noche anterior a su desaparición. En esos días mi hermana me miraba con un
atisbo de desconfianza en los ojos pero nunca me acusó abiertamente de nada.
Después las aguas volvieron a su nivel y Esther no mencionó más la muñeca. El resto de las
vacaciones fue transcurriendo plácidamente y ya a mediados del verano habíamos
terminado el refugio y allí pasábamos muchas horas del día pegando nuestros sellos en el
álbum y organizando la colección de mariposas.
Fue hacia fines del verano cuando llegó la segunda muñeca. Esta vez fue mamá quien la
trajo y no vino dentro de una caja de cartón, como la otra, sino envuelta en una frazada
color de rosa. Esther y yo presenciamos cómo mamá la colocaba con mucho cuidado en su