La enemiga
Recuerdo muy bien el día en que papá trajo la primera muñeca en una caja grande de
cartón envuelta en papel de muchos colores y atada con una cinta roja, aunque yo estaba
entonces muy lejos de imaginar cuánto iba a cambiar todo como consecuencia de esa
llegada inesperada.
Aquel mismo día comenzaban nuestras vacaciones y mi hermana Esther y yo teníamos
planeadas un montón de cosas para hacer en el verano, como, por ejemplo, la
construcción de un refugio en la rama más gruesa de la mata de jobo, la cacería de
mariposas, la organización de nuestra colección de sellos y las prácticas de béisbol en el
patio de la casa, sin contar las idas al cine en las tardes de domingo. Nuestro vecinito de
enfrente se había ido ya con su familia a pasar las vacaciones en la playa y esto me dejaba
a Esther para mí solo durante todo el verano.
Esther cumplía seis años el día en que papá llegó a casa con el regalo. Mi hermana estaba
excitadísima mientras desataba nerviosamente la cinta y rompía el envoltorio. Yo me
asomé por encima de su hombro y observé cómo iba surgiendo de los papeles arrugados
aquel adefesio ridículo vestido con un trajecito azul que le dejaba al aire una buena parte
de las piernas y los brazos de goma. La cabeza era de un material duro y blanco y en el
centro de la cara tenía una estúpida sonrisa petrificada que odié desde el primer
momento.
Cuando Esther sacó la muñeca de la caja vi que sus ojos, provistos de negras y gruesas
pestañas que parecían humanas, se abrían o cerraban según se la inclinara hacia atrás o
hacia adelante y que aquella idiotez se producía al mismo tiempo que un tenue vagido
que parecía salir de su vientre invisible.
Mi hermana recibió su regalo con un entusiasmo exagerado. Brincó de alegría al
comprobar el contenido del paquete y cuando terminó de desempacarlo tomó la muñeca
en brazos y salió corriendo hacia el patio. Yo no la seguí y pasé el resto del día
deambulando por la casa sin hacer nada en especial.
Esther comió y cenó aquel día con la muñeca en el regazo y se fue con ella a la cama sin
acordarse de que habíamos convenido en clasificar esa noche los sellos africanos que
habíamos canjeado la víspera por los que teníamos repetidos de América del Sur.