paisaje qué me es inmensamente entrañable y al que, Cuándo el destino me empuja por campos y yermos extraños, con frecuencia he añorado: el alto Hesse, la tierra de mis antepasados. En un pequeño pueblo de alturas pobladas por bosques, que parecen recluir la comarca contra el sur, han vivido cultivando el suelo desde tiempos remotos, o erguidos frente al yunque, o moliendo granos para hacer harina, o sentados ante el telar en pequeños cuartos. La tierra es pedregosa y del cielo casi siempre cuelgan nubes. Pocos de ellos han logrado ser pudientes.
A los ancestros de mi madre que vivían en Odenwald las cosas se les dieron más fáciles. Allá, el sol y el aire son templados y la tierra suele ser generosa con quienes la cuidan con amor. La pequeña dudad del alto Hesse en la que viví y escribí este libro está dominada por los restos de muralla de un castillo. A pocos pasos de la puerta del burgo, que se ha mantenido incólume, se alza un viejísimo tilo. Aquí debe de haber predicado Bonifacio a los catos del cristianismo de Roma. Estando bajo el tilo miré hacia el norte, mis ojos quedaron fulguradamente hechizados por una montaña sobresaliente, sobre cuya cima el " Apóstol de los alemanes " celebró una fiesta conventual: Amöneburg. Mis antepasados no quisieron a san Bonifacio, que pretendió predicar el Evangelio del Amor. En una carta que envió al papa en el año 742, los trataba de idiotas.
Desde mi pequeña ciudad del alto Hesse hasta Marburg, a orillas del río Lahn, hay pocas horas de camino. Un hijo de esta ciudad, " el flagelo de Alemania ", también evangelizó para Roma. Sobre el lomo de una mula recorrió el maestro e inquisidor Konrad von Marburg su patria, recolectó milagros de rosas para la canonización de su excelentísima penitenta, la esposa del landgrave Isabel von Thüringen, y coleccionó herejes, a los que quemó en el centro de su ciudad natal, en un lugar que hasta hoy se llama " Arroyo de los Herejes ".
Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.