LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 78
fueras tú un paisano como yo, verías las cosas de otra manera, El
hecho de que sea guarda del Centro no hace de mí un policía o un
militar, respondió Marcial, secamente, No lo hace, pero te quedas
cerca, en la frontera, Ahora está obligado a decirme si le avergüenza
que un guarda del Centro esté aquí a su lado, en su furgoneta,
respirando el mismo aire. El alfarero no respondió en seguida, se
arrepentía de haber cedido otra vez al estúpido y gratuito apetito de
irritar al yerno, Por qué hago esto, se preguntó a sí mismo, como si no
estuviese harto de conocer la respuesta, este hombre, este Marcial
Gacho quería quitarle a la hija, verdaderamente se la quitó cuando se
casó con ella, se la quitó sin remedio ni retorno, Aunque, cansado de
decir no, acabe yéndome a vivir con ellos al Centro, pensó. Después,
hablando lentamente, como si tuviese que arrastrar cada palabra, dijo,
Perdona, no quería ofenderte ni ser desagradable contigo, a veces no
puedo evitarlo, es como si fuera más fuerte que yo, y no vale la pena
que me preguntes por qué, no te respondería, o te diría mentiras, pero
hay razones, si las buscamos las encontramos siempre, razones para
explicar cualquier cosa nunca faltan, incluso no siendo las ciertas, son
los tiempos que mudan, son los viejos que cada hora que pasa
envejecen un día, es el trabajo que deja de ser lo que había sido, y
nosotros que sólo podemos ser lo que fuimos, de repente descubrimos
que ya no somos necesarios en el mundo, si es que alguna vez lo
fuimos, pero creer que lo éramos parecía bastante, parecía suficiente,
y era en cierta manera eterno, durante el tiempo que la vida durase,
que eso es la eternidad, nada más que eso. Marcial no habló, sólo puso
la mano izquierda sobre la mano derecha del suegro, que sostenía el
volante. Cipriano Algor tragó en seco, miró la mano que, suave, pero
firme, parecía querer proteger la suya, la cicatriz torcida y oblicua que
dilaceraba la piel de un lado a otro, marca última de una quemadura
brutal que no se sabe por qué misteriosa circunstancia no llegó a
alcanzar las venas subyacentes. Inexperto, inhábil, Marcial había
querido echar una mano en la alimentación del horno, quedar bien
ante la joven que era su novia desde hacía pocas semanas, quizá más
ante el padre, demostrarle que era un hombre hecho, cuando en
realidad apenas acababa de salir de la adolescencia y la única cosa de
la vida y del mundo acerca de la cual creía saber todo lo que hay que
saber era que quería a la hija del alfarero. A quien por estas
certidumbres pasó algún día, no le costará imaginar qué entusiásticos
sentimientos eran los suyos mientras arrastraba, rama tras rama, la
lefia del cobertizo, y luego la empujaba horno adentro, qué supremo
premio habrían sido para él en aquellos momentos la sorpresa
encantada de Marta, la sonrisa benévola de la madre, la mirada seria y
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